El genocidio gitano en la España borbónica

Hoy, 30 de julio, hace 268 años de la Gran Redada, una brutal operación de limpieza étnica urdida y organizada por la oficina del rey Fernando VI, el hijo y heredero del primer Borbón hispánico, y coordinada y sincronizada en el Despacho de Guerra del ministro Ensenada. La macabra operación se planificó y se llevó a cabo con el propósito de detener, concentrar, recluir y exterminar a «todos los gitanos del reyno de España». Una brutal cacería que se saldó con el trágico balance de 12.000 víctimas mortales, miles de familias separadas y rotas para siempre y la ruina económica de la comunidad romaní hispánica. Un tenebroso capítulo de la historia de la España pretendidamente ilustrada, que ha sido deliberadamente ocultado a la sociedad. Ningún libro de texto del sistema educativo español ha hecho nunca alguna referencia a una operación monstruosa, que explica que la España de la «razón de Estado» —la de los Borbones pretendidamente ilustrados— se construyó a sangre y fuego. También contra la comunidad romaní.

 

El paisaje

Era el año 1749. El absolutismo monárquico, barnizado con una pátina de pretendida ilustración, se había impuesto plenamente. Y la idea castellana de España, también. La Administración hispánica gobernaba despóticamente fiel al estilo que la dinastía borbónica había importado de Francia. Los países de la antigua Corona de Aragón, derrotados y devastados, habían sido convertidos en una gran prisión. Y sus habitantes, en una especie de reclusos sometidos a leyes de reinserción: el proceso de asimilación forzada en la España, renovada y triunfante, de factura exclusivamente castellana y borbónica. Desde la derrota austriacista definitiva de 1715, la Administración borbónica, en poco menos de 35 años, había desguazado los regímenes forales, había saqueado sus fondos documentales y había dictado docenas de leyes persecutorias contra las lenguas y las culturas catalana y aragonesa. La España castellana, o sea, el Estado español moderno, se edificaba sobre la ideología de la supremacía y de la depuración.

 

Las comunidades gitanas

En la España borbónica de 1749 ya no quedaban ni judíos ni moriscos. Saqueados, masacrados y expulsados en el transcurso de las dos centurias anteriores, la España de 1749 estaba en la línea de meta de una macabra carrera que había justificado las limpiezas étnicas de 1492, contra los judíos, y de 1609, contra los moriscos. En aquel escenario, los gitanos quedaban como el último elemento disidente. Las fuentes historiográficas estiman que la comunidad romaní hispánica estaría formada por unas 50.000 personas —poco menos del 1% de la población—, repartidas desigualmente por el territorio. Las mismas fuentes revelan que, el año 1749, el grueso de la comunidad romaní estaría concentrado en las «provincias» de Catalunya y de Granada —la mitad oriental de la actual Andalucía. Pero también revelan que había comunidades importantes numéricamente en las grandes ciudades del reino. En la capital española representaban el 5% de la población y serían los que sufrirían con mayor rigor el Gran Redato.

 

La Gran Redada

Semanas antes de la fecha fatídica, el rey Fernando VI otorgó plenos poderes al marqués de Ensenada, ministro de la guerra, y al obispo Vázquez Tablada, presidente del Consejo de Castilla, es decir, el equivalente a presidente del gobierno. En la oficina de Ensenada, el Despacho de Guerra, se planificó la Gran Redada: una operación de localización, detención, concentración y exterminio de «todos los gitanos del reyno», que habría podido inspirar a los cabecillas nazis del III Reich. Para la localización se contó con la colaboración —en ocasiones forzada y en ocasiones entusiástica— de los elementos de la Administración borbónica en las provincias. El plan, llevado a cabo en riguroso secreto, de Ensenada y de Tablada, con el visto bueno del Borbón, consistía en detener por sorpresa en la noche del 30 al 31 de julio a todas las personas de etnia gitana que habían estado previamente —y secretamente— documentadas por los colaboradores de «provincias».

 

La captura y la esclavitud

La noche del 30 al 31 de julio de 1749, el Ejército del Rey entró violentamente y por sorpresa en los barrios gitanos de las principales ciudades de los dominios peninsulares borbónicos. Las fuentes revelan que, para evitar la huida de personas perseguidas, el Ejército cerró todos los accesos y convirtió aquella macabra operación en una auténtica cacería. De personas y de familias. Pero la tragedia no había hecho más que empezar. Una vez capturados, fueron separados. Los hombres, a un lado. Y las mujeres y las criaturas, a otro. Los hombres fueron recluidos en prisiones militares de los astilleros de Cartagena, de Cádiz y de Ferrol. Y serían materialmente esclavizados en los trabajos de construcción naval para regenerar la decrépita marina de guerra española. Algunos, incluso, serían enviados a galeras. Y las mujeres y las criaturas serían recluidas en conventos y en casas de caridad, y también materialmente esclavizadas en la producción textil, que era la fuente de recursos tradicional de aquellas instituciones.

 

Los gitanos catalanes y granadinos

Por alguna razón que las fuentes no explican, las autoridades de las «provincias» de Catalunya y de Granada no aplicaron las instrucciones secretas de la Gran Redada hasta pasados 25 días. Tampoco explican las represalias, las propias de un régimen autoritario, que se debieron de desatar. Lo que sí se explica es que los gitanos catalanes y granadinos tuvieron tiempo de escapar y buscar refugio lejos de las garras del Ejército. Posteriormente, las autoridades catalanas y granadinas redactarían docenas de peticiones «de misericordia» a favor del retorno de las comunidades romanís, argumentando que eran personas y familias muy arraigadas en sus sociedades y que eran un elemento importante en las economías locales. Eran guarnicioneros, tratantes de ganado, tenderos de carro, traperos, e incluso hostaleros. Esta podría ser la razón —así se puede interpretar— por la que las autoridades catalanas y granadinas —borbónicas, no lo olvidemos—, cuando se desató la brutal cacería, hicieron como quien no se entera.

 

Los gitanos castellanos

En cambio, los gitanos castellanos no tuvieron la misma suerte. O si se quiere ser más preciso, tuvieron peor suerte. Y no fue así porque no tuvieran arraigo social. Ni tampoco porque no formaran parte del tejido económico. El informe de Ensenada y de Tablada, que autorizó el Borbón, no lo olvedamos, era una horrorosa compilación de los perjuicios raciales más abominables y del ideario español más supremacista, que habría podido inspirar a los cabecillas del régimen franquista. Estigmas atávicos del gitano desarraigado, delincuente y hereje, responsable del estado de inseguridad que ensuciaba la España ordenada de los Borbones. Estigmas convertidos en el nervio ideológico y en la propaganda sociológica de unas masas con cierta tradición antigitana. A los gitanos castellanos les fueron expropiados sus bienes —lo que por sí solo prueba que gozaban de arraigo social y tenían una actividad económica— y sus propiedades fueron subastadas para pagar los gastos de la macabra redada.

 

El exterminio

No hace falta mucho esfuerzo para imaginar que el camino hasta los campos de exterminación debió de ser dramático. Las fuentes relatan una lista horrible de castigos aplicados impune e indiscriminadamente. En los campos de exterminación, la mortalidad —el propósito final de la macabra batida— se disparó. La mala alimentación, las pésimas condiciones higiénicas, los castigos brutales y los accidentes de trabajo masacraron a la comunidad romaní. Las fuentes estiman que, entre el camino, los astilleros y las fábricas, murieron 12.000 personas, aproximadamente la cuarta parte del total de la comunidad romaní hispánica; que quedaron separadas y rotas para siempre miles de familias, y que quedó arruinado el conjunto de la comunidad. Transcurridos doce años (1761), el nuevo rey Carlos III, hermano de Fernando VI, derogó la ley. La cancillería real estimó que la operación, a pesar de la elevada mortalidad alcanzada, había sido un desastre. Y sin reconocer ni compensar a las víctimas, ordenó pasar página «discretamente para no mancillar el buen nombre de mi hermano el rey Fernando». El genocidio del pueblo gitano.

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