La nueva cuestión de Oriente

El gran historiador Arnold Toynbee escribía que “la cuestión de Oriente es una cuestión de Occidente” en su libro The western question in Greece and Turkey, editado en 1920. Las violentas consecuencias provocadas por la desgarradura de los pueblos del Mediterráneo oriental –árabe, otomano y balcánico–, agravada por la Primera Guerra Mundial, fueron fruto de las ambiciones de las potencias europeas, rivales en Oriente Medio.

El pluralismo religioso que caracterizaba la región desde la antigüedad, donde era habitual afirmar que los cristianos eran la sal del Oriente, ha desaparecido o bien se va desvaneciendo inexorablemente. Sólo queda el frágil pero resistente Líbano como país en el que todavía perduran las diferencias, a veces convertidas, como escribió Amin Maluf, en “identidades asesinas”, pese a la fuerza demográfica de un millón doscientos mil refugiados sirios, en su gran mayoría de la rama suní del islam. Durante dos siglos ha sido tan evidente el dominio o influencia occidental que el corajudo historiador libanés Georges Corm elaboró su esclarecedora interpretación de “la cultura de los cónsules”.

Los actuales conflictos no son muy diferentes de los que acontecían en el siglo XIX, el siglo colonial. Los embajadores de los poderosos gobiernos de Europa en Estambul, los cónsules de Alejandría o Beirut desde el tiempo de las “capitulaciones”, que otorgaban privilegios a las colonias extranjeras –griega, británica o francesa– que trataban de proteger a las minorías, cristiana o judía, estaban a menudo en medio de intrigas políticas. Francia amparaba a los maronitas, Gran Bretaña a los ortodoxos, la Rusia zarista a los drusos. La mítica época cosmopolita de Alejandría solo duró cien años, desde 1860 a 1960. Cuando al presidente Putin decidió su determinante intervención en Siria, el patriarca ortodoxo de Moscú invocó la necesidad de proteger las comunidades cristianas árabes ortodoxas. En las rocas de Nahr el Kalb hay estelas grabadas de los ejércitos que pasaron por Líbano, desde los soldados de Nabuconodosor hasta las tropas francesas del mandato de 1920 sin olvidar los contingentes otomano o egipcio.

Desde siempre y especialmente desde el siglo XIX, la historia de esta población abocada al Mediterráneo ha estado hondamente marcada por los poderes extranjeros reclamados a menudo por los propios libaneses. No hay en Nahr el Kalb otras estelas para recordar el desembarco de los marines estadounidenses en 1958, ni las invasiones israelíes de 1978 y de 1982.

Es imposible separar las causas relativas a las intervenciones extranjeras de los factores locales. Intelectuales árabes como Sami Kassir lo denunciaron. Kassir lo hizo en el ensayo La desgracia árabe, citando la ausencia de democracia, la pauperización, el estatuto degradante de la mujer, el crecimiento demográfico, el tribalismo religioso, el mediocre sistema educativo y la corrupción crónica de los regímenes locales.

Este tramado de factores internos y externos complica la cuestión de Oriente. El pensamiento único que se impuso durante años para interpretar las primaveras árabes, surgidas de la espontaneidad popular, de su anhelo de dignidad y libertad, ya no puede pretender interpretar exclusivamente aquella profunda sacudida en las sociedades de Túnez, Egipto, Libia, Siria, Bahréin y Yemen. En libros recientes de Georges Corm o de Thierry Meyssan, ensayista repudiado por intelectuales y medios de comunicación occidentales, se establece cómo durante años la OTAN, la CIA y el M 16 manipularon a la cofradía de los Hermanos Musulmanes en su decisión de derrocar a los regímenes laicos y militares. Estas organizaciones fomentaron aquellas rebeliones populares tan idealizadas.

En sus obras han desenmascarado su pretendido imperialismo humanitario y su derecho a la ingerencia para justificar, por ejemplo, la guerra contra Sadam Husein, acusado de almacenar armas de destrucción masiva.

Desgraciadamente, Oriente Medio sigue siendo territorio abonado para toda suerte de especulaciones. La estrategia de la barbarie, la gestión del caos, han provocado también este caos mental a la hora de estudiar su compleja situación. Thierry Mysan ha escrito que la guerra de Siria no concluirá con una victoria de Occidente o del Golfo del petróleo, sino con un compromiso con los yihadistas, dispuestos a aceptarlo. Los restantes abandonarán el país, si quiere Rusia, para combatir bajo otros cielos, siempre a las órdenes de los tenebrosos integristas musulmanes. Ya se habla en Damasco de programas de reconstrucción en los que Rusia, China e Irán, se quedarían con gran parte de los contratos. La cuestión de Oriente podría convertirse en una nueva y tácita distribución de poderes entre norteamericanos y rusos.

Indudablemente, Siria y sus aliados quedarían bajo tutela del Kremlin.

LA VANGUARDIA