El imperio de las fronteras

Beirut

En muy pocos días dos hechos de armas –uno en Irak y otro en Siria, estados que las injerencias y las acciones militares internacionales han hecho y hacen tambalear– han provocado la consolidación de la situación anterior amenazada. El ejército iraquí ha recuperado la disputada ciudad de Kirkuk, la Jerusalén de los kurdos. Las milicias kurdas sirias y sus aliados árabes musulmanes y cristianos locales han conseguido, tras una larga y cruenta batalla, tomar Raqa cabe al Éufrates, cerca de la famosa presa de Tabka, inaugurada en 1971, que ha sido la tenebrosa capital del Estado Islámico (EI).

Cuando en el verano del 2014 los yihadistas conquistaron Mosul llevaron a cabo un simbólico gesto que expresaba muy bien su voluntad. Desmantelar la larga frontera desértica entre Irak y Siria, arrancando sus mojones, demoliendo sus puestos de vigilancia. El EI aspiraba a fundar una nueva organización jurídico-política transnacional, de acuerdo con los principios de la umma o comunidad musulmana.

Quería barrer las artificiales fronteras impuestas por el colonialismo occidental, por Gran Bretaña y Francia, con sus tan traídos y llevados acuerdos de Sykes-Picot, adoptados hace un siglo, que desgarraron los despojos del imperio otomano. Tomaron esta iniciativa cuando en la República Federal de Irak creada bajo la ocupación estadounidense se agravaban las divisiones entre chiíes, suníes y kurdos. La autoridad central era cada vez más impugnada, y se creía que la República Árabe Siria del presidente Bashar el Asad estaba a punto de ser derrotada por su oposición armada, dirigida por los grupos islámicos más radicales. Pese a que en ambos países el Baas (partido árabe socialista) gobernaba desde la década de los sesenta, sus rencillas internas y sus choques de personalidades dieron al traste con las ambiciones pregonadas de “unidad árabe”. La rivalidad entre Sadam Husein y Hafez el Asad fue tan escandalosa que, cuando en la guerra de 1980 a 1988, la más cruenta de Oriente Medio, Siria apoyó a Irán, siendo el único país árabe que se alineó con el gobierno persa del imán Jomeini.

Los yihadistas del EI han fracasado en su intento de erigir un Estado islámico por encima de las fronteras, pero les queda su terrible arma ideológica totalitaria y terrorista. La derrota de Raqa no evidencia que esta ciudad siria pueda reinsertarse fácilmente en el mapa de la república, pero implica el fracaso de las ansias territoriales de un califato independiente y soberano. Tampoco los independentistas kurdos han conseguido ganar terreno en el norte de Irak tras un referéndum al que se oponían todos los países vecinos –Turquía, Irán y Siria– y que no era respaldado por ninguna potencia internacional. Desgraciadamente, los kurdos, con una geopolítica muy abrupta y con profundas divisiones internas, han sido a menudo un juguete de las intrigas extranjeras.

No habrá ningún cambio de fronteras en Irak. Pese a los anhelos kurdos, Kirkuk y sus yacimientos petrolíferos siguen estando en territorio de la república federal, capital Bagdad. Continúa esta guerra perpetua del Levante con formas inéditas de violencia que desgarra cada vez más la cohesión social y nacional que todavía existe. En contra de especulaciones que pretendían el fin de estados como Irak y Siria, no hay cambio de trazado fronterizo. Nadie ha reemplazado los acuerdos de Sykes-Picot, que a menudo se daban por muertos y enterrados. Los kurdos iraquíes no conseguirán su independencia y Raqa volverá a estar unida con Beirut por una increíble línea de autobuses que cada noche atraviesan tierras libanesas y sirias.

LA VANGUARDIA