Realidades superpuestas (confusamente)

El viernes pasado, y a raíz del gravísimo atentado contra una mezquita egipcia, consulté la edición digital de ocho o diez diarios editados en Europa y en Estados Unidos, además de las publicaciones catalanas que sigo diariamente. A lo largo de varias horas, la carnicería de 270 personas, la mayoría seguidores de la rama sufí del Islam, se equiparó, en todos los sentidos, con una falsa alarma terrorista en Londres durante la orgía consumista del Black Friday. Evidentemente, no me dediqué a contar los caracteres de cada pieza periodística ni los centímetros cuadrados de fotografías que reproducían de ambos eventos, pero eran bastante similares. Al cabo de sólo tres o cuatro horas, obviamente, los hechos imaginarios de Londres desaparecieron de la pantalla, y no se volvió a hablar nunca más. Hace cosa de un año, los payasos asesinos imaginarios de Halloween tuvieron más suerte: todos los diarios se hicieron eco de ellos a lo largo de días, y no faltaron ruborizadoras entrevistas a «expertos» que daban consejos sobre cómo afrontar aquella terrible amenaza inventada. La culpa era, quizás, de los controles rusos que quieren destruir España. He aquí, en un mismo plano: a) un hecho real grave; b) un hecho también real pero objetivamente sobredimensionado; c) un simple rumor de adolescentes transformado en noticia. Realidades superpuestas. Confusión.

No esperen ahora un análisis de estas disfunciones periodísticas. Álex Gutiérrez las hace mucho mejor que yo: las borda. No. A lo que quisiera referirme no es el viejo binomio entre realidades contrastadas y rumores evanescentes -o, si quieren, postverdades- sino a la forma en que surgen hoy. Como la misma expresión indica, los cuentos a la lumbre surgían en este apacible contexto doméstico. Las anomalías informativas de hoy son generadas mayoritariamente en las redes sociales. Aunque se trate de una insignificante falsa alarma, un tuit en inglés relacionada con el Black Friday tiene mil veces más posibilidad de prosperar que otra redactada en árabe y referida a una matanza de personas no occidentales.

El sujeto colectivo imaginario llamado «las redes sociales» está sustituyendo o, como mínimo, empezando a desplazar la noción clásica de opinión pública. Nunca he conocido a nadie que haya sido capaz de ofrecerme una definición convincente de este concepto, el de opinión pública, ni de otros como el de sociedad civil. Sin embargo, la noción de opinión pública parece, como mínimo, un poco más clara que el sujeto llamado «las redes sociales». Esta expresión encabeza cada vez más informaciones periodísticas, con fórmulas del tipo «Las redes sociales se oponen a tal medida gubernamental», «Las redes sociales se muestran comprensivas con la actitud de tal persona», etc. Por norma general, estas afirmaciones parecen deducirse de los llamados ‘trending topics’, Es decir, de aquellos picos estadísticos en los que durante unos minutos, o incluso unos segundos, un tema predomina en Twitter y otras páginas.

Sea como sea, el surgimiento de un sujeto colectivo imaginario no suele ser casual. Cuando en 1848 Marx recupera en el ‘Manifiesto comunista’ el olvidado término latino ‘proletarius’, es muy consciente de lo que está haciendo. El hecho de que se trate, simultáneamente, de una palabra nueva y preñada de significado permite una especie de remodelación simbólica del inconcreto sujeto al que, en realidad, se refería: las capas de población más desfavorecidas por la Revolución Industrial. La expresión redes sociales está formada por dos palabras que tienen poco que ver con lo que designan. Ni son exactamente redes ni son exactamente sociales. Son empresas privadas de comunicación con ánimo de lucro, especializadas en el ocio relacional. Su voluminosa y heterogénea cartera de usuarios les otorga una pátina social, y su alcance geográfico mundial les permite parecer una red. Obviamente, no son ni lo uno ni lo otro. En todo caso, el repentino regreso de las masas, que dábamos por muertas y enterradas, habría sido imposible sin estas plataformas. El alcance temporal de esta relación simbiótica, en todo caso, es incierto.

El periodismo de calidad debe estar atento a todo lo que pasa, redes sociales incluidas. Un periodismo basado en el flujo de ocurrencias de Twitter, en cambio, conduce inexorablemente a la magnificación de la anécdota y, de rebote, a la minimización de noticias muy importantes. Por otra parte, si el periodismo del siglo XXI es incapaz de perfilar una identidad propia en relación a la de las redes sociales, jugará un competición en la que tiene todas las de perder. Trump ha sido el primero en confirmarlo.

ARA