Dramas de la identidad


«La diferencia -me dice Paul- es que enseñar en catalán es cool porque fuisteis los oprimidos bajo Franco. Mientras que enseñar en afrikáans no es cool porque fuimos los opresores en tiempos del apartheid». Quedamos un momento en silencio, sus ojos azules vagando por las colinas doradas por el sol de invierno. Paul es neurocirujano, universitario y viticultor. Dialogamos sin límites ni prejuicios, porque él ya los ha superado aunque lúcidamente sostiene que todos los tenemos en el fondo. Todo parece tan apacible en Stellenbosch, en el campus de casas coloniales del siglo XVIII inmaculadamente blancas rodeadas de viñedos de los que manan los generosos caldos sudafricanos. Y sin embargo cuántos dramas, cuánta sangre, cuántos desencuentros y cuántas injusticias vivieron estas tierras proyectando una sombra constante sobre el actual esfuerzo cotidiano de aprender a convivir. Las identidades contrapuestas estuvieron siempre en el centro del conflicto, mezclándose con el colonialismo, la esclavitud , la explotación y la lucha por la supervivencia. En su origen, los colonos que en 1652 se instalaron en lo que sería Ciudad del Cabo fueron establecidos por la todopoderosa compañía Holandesa de las Indias Orientales para cultivar verduras, fruta y vino proveyendo a los buques en ruta hacia el Sudeste Asiático. Eran holandeses, pero también franceses hugonotes refugiados en Holanda y reexpedidos a África, y alemanes cuyas vidas se torcieron en algún momento y acabaron en tierra incógnita. En esa tierra encontraron indígenas nómadas, los khoi khoi, con quienes primero comerciaron y a quienes luego subyugaron. Cuando la colonia creció trajeron esclavos de Malasia y África, y así se fue formando una sociedad multirracial, con los blancos reservándose todos los derechos. Lejos de la metrópoli y organizados en torno a su Iglesia reformada, los colonos guerrearon con tribus más poderosas en el este, los khosas, el grupo étnico al que pertenecen Mandela y Mbeki (pero no Zuma, que es zulú). Los afrikáners se hicieron granjeros y desarrollaron una cultura y una lengua, el afrikáans, derivada del holandés pero con otros elementos lingüísticos. Cuando el imperio británico se apoderó de Ciudad del Cabo en 1795, su único interés era proteger sus rutas a la India, de modo que dejaron intacta la sociedad colonial superponiendo una estructura administrativa. Pero la expansión hacia el este provocó numerosas guerras con los khosas que llevaron a los ingleses a imponer restricciones a la brutalidad de los afrikáners con respecto a los nativos negros. Para los afrikáners afirmar su superioridad por la fuerza era una cuestión de supervivencia, porque eran pocos y no tenían otro lugar. Se sentían de allí, era su país. Y cuando los ingleses empezaron a imponer sus leyes muchos afrikáners decidieron volver a empezar. En 1836 miles de ellos cargaron en carromatos familias y posesiones y, rifle y Biblia en mano, marcharon hacia el norte y el este, guerreando con los zulúes hasta establecer comunidades en los vastos altiplanos del Transvaal, cerca del actual Johannesburgo. Allí reconstruyeron su sociedad comunal agraria con su autogobierno, obteniendo una independencia de hecho.

Sin embargo, el destino quiso que precisamente aquellas tierras encerraran los mayores tesoros del continente: oro y diamantes. Cuando en 1867 aparecieron diamantes en los ríos se activó el interés de los ingleses por aquel remoto territorio. Durante un tiempo, coexistieron con los afrikáners, por el interés común en utilizar el trabajo de los negros. Pero el rechazo de los afrikáners a aceptar las leyes inglesas, incluyendo la enseñanza en inglés y una explotación más racional de los nativos, condujo a la ruptura entre las dos comunidades blancas y desembocó en la insurrección de los granjeros (llamados bóers por los ingleses) en 1899. Siguió una guerra atroz en la que los comandos a caballo de los afrikáners, adaptados a su tierra, mantuvieron en jaque durante tres años al ejército imperial. Al final Inglaterra envió la mayor fuerza expedicionaria de su historia, casi medio millón de soldados, y practicó tácticas de exterminio, encerrando en campos de concentración a mujeres y niños afrikáners, así como a sus trabajadores negros. Unos 30.000 afrikáners y otros tantos negros perecieron en dichos campos. Los afrikáners tuvieron que rendirse, pero nunca olvidaron e iniciaron una larga marcha política dentro del sistema parlamentario británico, coexistiendo a veces, radicalizando su nacionalismo en otros momentos, utilizando su número: siempre fueron el grupo blanco más numeroso y sólo los blancos podían votar.

Así fue como en 1948 el Partido Nacional Afrikáans llegó al poder e inició la política sistemática del apartheid, intentando crear un país enteramente blanco y confinando a los negros en países inventados y controlados por los blancos en los que no tenían recursos y de donde tenían que emigrar, sin derechos, a las áreas blancas, sin sus familias, como trabajadores temporales desprovistos de nacionalidad sudafricana. Algo así como el inmigrante ideal para muchos europeos hoy día: trabajador desechable, al que sólo se recurre cuando hace falta. Fue contra ese régimen de injusticia, la más despiadada máquina segregacionista de la historia, que se levantaron los negros, los mestizos, los indios y miles de blancos que no aguantaron la indignidad. Tras años de lucha, Mandela y De Klerk (un afrikáner de Stellenbosch) pactaron la democracia y acordaron una reconciliación en 1994. Pero las heridas quedan. Los afrikáners oprimidos por los británicos y opresores de negros preservaron su identidad contra todo y contra todos, pero mancillaron su historia.

Paul no participó en la opresión. Y cree en el futuro compartido de Sudáfrica. Pero cuando se plantea en qué lengua debe enseñar la Universidad Stellenbosch (cuna de la élite afrikáner), parece inevitable establecer dos enseñanzas en paralelo, una en cada lengua y con currículos propios. Porque, al final, la preservación de la propia identidad sólo es posible, me dice Paul, coexistiendo con los demás.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua