El día que el barco venga

Llegué al paseo Lluís Companys donde estaba la gente de Òmnium Cultural justo cuando Falsterbo-Marí cantaban la vieja canción de Bob Dylan When the ship comes in, escrita el agosto de 1963. “Aquel día ya lo veréis, cuando el viento se pare y la brisa deje de respirar. Una calma chicha, como antes del temporal. El día que el barco venga”. Lo habíamos cantado en los años setenta, aquí, prestos y preparando el día en que llegaría la democracia. Y ahora la volvíamos a cantar para preparar la independencia. Una canción llena de simbolismos perfectamente actuales para poder entrar en el magnífico ciclo festivo patriótico de este año.

Porque, en contra del que dicen las voces rasgadas de siempre que, de tanto llorar la miseria, las lágrimas no les dejan ver la cara serena y esperanzada del país, el ciclo festivo patriótico que acabamos de vivir ha sido verdaderamente excelente. Para empezar, el acto institucional. Yo creo que la muestra de alta civilidad que exhibió la celebración al Parque de la Ciutadella, bajo la experta, sensible e inteligente dirección de Joan Ollé, si fuera conocida, sería envidiada –e imitada– por cualquier país cultural y democráticamente avanzado. Aquí, cambiamos los desfiles de un ejército marcando el paso por una policía que pasea con sombrero de copa; aquí, las voces corales sustituyen las marchas militares; aquí, invitamos a los forasteros y los recién llegados a cantar nuestras canciones y dejamos que los poetas ocupen el lugar de las arengas de los reyes y los generales. Incluso el George Brassens de La mauvaise réputation se habría levantado de la cama para participar. ¡Una gozada de país que no cambiaría por ningún otro!

Alguno de nuestros lloricas dirán que no nos merecemos tanta civilidad. Pero yo creo que todo el acto destilaba lo que son los verdaderos valores que conforman la realidad y las aspiraciones, sabiamente combinadas, de nuestro país. Que cuatro indocumentados crearan unos instantes de incomodidad, se tiene que entender perfectamente como expresión de la debilidad institucional consecuencia de la propia debilidad política. Es lo mismo que pasó con los silbidos de un centenar escaso de trabajadores ante la estatua de Casanova. No me digáis que esto convierte a nuestro país en más desgraciado que ningún otro: reconoced, por favor, que esto es lo normal en el resto de países del mundo, y decid que, en todo caso, allá donde la autoridad se siente más segura de sí misma simplemente sabe evitar la presencia de los mal educados que osan interrumpir la emoción del acontecimiento patriótico. Basta de la impostura intelectual de quienes siempre están por encima del bien y del mal y que hunden la autoestima del país haciéndonos creer que somos más desgraciados que nadie.

En segundo lugar, la manifestación de la tarde. ¿Cómo es posible que un centenar de mal educados por la mañana y una veintena a mediodía, según algunos medios de comunicación, determinaran el sentido general de una jornada en que, sólo en Barcelona, veinte o treinta mil personas se habían manifestado civilizadamente? Que se oiga decir en determinados informativos de radio –¡desde primera hora de la mañana!– que la crisis económica había marcado la jornada –cuando la relación era de un gritón por cada quinientos patriotas–, demuestra que hay gente que no es capaz de entender el país que tiene ante las narices. La manifestación fue un modelo de buena organización y en las caras había una expresión de alegría serena. Cómo diría Miquel Martí y Pol, “florecemos cuando menos lo esperan, cantamos cuando menos les place”.

Ciertamente, hay quien tiene verdaderas dificultades para leer los signos de los tiempos. Era sorprendente oír una y cien veces, con escasísimas excepciones, cómo la mayoría de periodistas hacían exactamente las mismas preguntas, tópicas y sobre todo terriblemente conservadoras. Todos los interrogantes a los protagonistas de la jornada se hacían desde el orden establecido más aburrido: “¿Para qué quiere, la independencia?”. “Dígame una razón para defender la soberanía”. ¿Es compatible ser presidente del Barça y ser independentista? En realidad, incluso el sentido común les tendría que conducir a hacerse las preguntas buenas. ¿Por qué alguien tendría que querer tener un país dependiente? O, ¿qué razón de peso encontraríamos para renunciar en la soberanía? Y, más aún, ¿alguien consideraría impropio del cargo de presidente del Real Madrid que este afirmara públicamente que es –como debe de ser– favorable a la independencia de España?

Y, finalmente, la consulta de Arenys del domingo. No hay que decir que tenemos que dar gracias de todo corazón a todos aquellos que se preocupan tan sinceramente por la posibilidad de que los independentistas, pobrecillos, se engañan: que no tomemos la consulta por un referéndum con valor oficial; que no nos dejemos seducir por la estética de los fuegos fatuos de una fiesta cívica; que un 41 por ciento de participación no son ni la mitad; que Arenys de Munt no es l’Hospitalet de Llobregat; que no demos por hecho que el noventa por ciento de los catalanes sean independentistas –¡qué me dice, ahora!–; que recordemos que si la votación fuera en serio aparecerían, además de los setenta y dos falangistas –muy contados por Iu Forn–, setenta veces siete padres de la otra patria para hacernos saber que somos su colonia… Y, además, ¡sublime el intento de la ministra del ejército no-nacionalista español, Carmen Chacón, de poner en el mismo platillo de la balanza a falangistas e independentistas, contraponiéndolos a la cordura y la orden! O patético el intento de querer presentar a CiU como un partido en vías de radicalización cuando simplemente, como buen partido moderado pero astuto que es, se mueve porque también forma parte de un centro que todo él se mueve. Y lastimoso, también, el que algunos políticos de segunda fila que, incapaces de interesar a la gente por su partido, se esforzaban ridículamente para salir en la foto de la política que sí que supo hacer la sociedad civil de Arenys de Munt.

Es verdad: vivimos unos tiempos abiertos e inciertos. No sabemos qué significa exactamente cada gesto. No lo sabe nadie. Y cualquier muestra de euforia, más allá del ciclo de fiesta, sería una insensatez. Todavía más: el temor de que Arenys de Munt no sea sólo una consulta de chuletada, hará más difíciles los próximos movimientos. Y, sí: la independencia no sólo se proclama, sino que sobre todo se construye, cómo ha hecho, hace y hará tanta gente, sabiéndolo y sin saberlo, con el buen trabajo de cada día.

Dylan canta: “Y las palabras que se usarán para confundir a los marineros del barco, no serán comprendidas cuando sean dichas. Las cadenas del mar se habrán roto aquella noche y estarán enterradas en el fondo del mar. El día que el barco venga”.

Publicado por Avui-k argitaratua