Independentismo

El crecimiento del independentismo en Catalunya es un fenómeno que no parece que vaya a ser aislado. Su aceleración actual parece tener un motivo básico: la decepción que ha supuesto el contenido final del Estatut, tanto en términos de reconocimiento de la realidad nacional catalana como en términos de autogobierno político y económico. La próxima sentencia de un Tribunal Constitucional muy deslegitimado puede ahondar todavía más esta decepción. Pero el tema de fondo es político, no jurídico.

A pesar de las energías, tiempo y recursos volcados en la reforma estatutaria, el resultado no ha supuesto un cambio de modelo. El marco jurídico del llamado Estado de las autonomías sigue mostrándose incapaz no ya de resolver, sino simplemente de encauzar, el tema histórico de la articulación de Catalunya y el País Vasco en una democracia liberal moderna y con vocación de futuro.

Ello supone una situación paradójica, teniendo en cuenta que estas dos entidades nacionales están en el origen del modelo autonómico. Sin ellas, probablemente España seguiría siendo un Estado centralizado. Pero hoy sólo parecen estar a gusto con dicho modelo aquellos territorios que históricamente no reclamaron la autonomía. Este indicador ya muestra por sí solo que existe un problema estructural mal planteado y peor resuelto en la ya, en este aspecto crucial, obsoleta Constitución de 1978.

Dicha Constitución fue el producto jurídico de la transición de los años setenta.

Una transición que se hizo, recuérdese, en un contexto presidido por amenazas de golpes de Estado por parte de un ejército en aquellos momentos muy reaccionario, así como por una clara debilidad de los partidos políticos que salían de la clandestinidad -y con poca preparación técnica, básicamente los de izquierda y los nacionalistas-. Todo ello influyó en el resultado final, especialmente en el modelo territorial. La vocación de llegar a un consenso -que en muchos casos se alcanzó al precio de una inconcreción y ambigüedad que luego sólo ha favorecido al poder central- ocultó incluso cuál era la cuestión histórica clave que resolver. Se confundieron dos cuestiones que merecen planteamientos, lenguajes y, sobre todo, soluciones distintas: la descentralización del Estado y la acomodación política de su diversidad nacional. Para descentralizar un Estado no hace falta para nada que este sea plurinacional. Y la política comparada muestra tanto estados uninacionales como plurinacionales bastante más descentralizados que el caso español.

Actualmente, es la misma lógica del modelo autonómico la que incentiva posiciones independentistas en las naciones minoritarias del Estado. De hecho, podemos distinguir dos tipos de independentismo, que podemos llamar “independentismo sustantivo” e “independentismo estratégico”. Ambos se dan en Catalunya. El primero es el que plantea la independencia de Catalunya en el seno de la UE como un objetivo legítimo, deseable y posible. El independentismo estratégico, en cambio, defiende que, dados los límites estructurales del modelo autonómico para establecer un reconocimiento y una acomodación política efectiva del pluralismo nacional, la única vía para llegar a modelos “más amables” con las realidades nacionales catalana y vasca es reforzar el independentismo. Este último proyecta una idea sencilla, pero clara y que todo el mundo entiende. De esta manera podría llegarse a acuerdos que quizás no lleven a la independencia, pero sí a esquemas de partenariado, confederales, consocionales o asimétricos que permitieran hablar con propiedad de autogobiernos nacionales diferenciados tanto en el plano interno como en el plano internacional.

Hace un par de años dije que lo que caracterizaba a Catalunya no era la autodeterminación sino la autoindeterminación. Pues bien, parece que ahora las posiciones independentistas quieren romper con dicha indeterminación. Y la clase política catalana deberá posicionarse en este nuevo contexto. El primer paso que dar por el independentismo es el de la movilización ciudadana (referéndums, actos públicos, etcétera). Para el segundo paso, si como es previsible el poder central no cambia sus posiciones, se apuntan diversas líneas: la internacionalización del conflicto; prácticas de desobediencia civil; políticas desde la Generalitat que desborden las interpretaciones legislativas y de gobierno centralistas (o sea, tirar pel dret);en confluencia con las instituciones propias puede llegarse incluso a pensar en algún tipo de fórmulas de insumisión fiscal, etcétera. Se trata de establecer un posicionamiento pacífico, pero contundente. Y llegado el momento, las instituciones del país deberán tomar posiciones claras, y ya no las meramente retóricas del pasado. Si la legalidad sigue mostrándose hostil, las instituciones catalanas deberán ir apartándose de la legalidad actual.

Hace años que analizo los sistemas federales del mundo. El federalismo moderno es una tradición con más de 200 años de historia. Existen muchos modelos distintos, algunos de los cuales ofrecen instrumentos para regular la diversidad nacional. Defiendo las prácticas federales en muchos contextos del mundo. Sin embargo, la experiencia me ha convencido de que es una idea demasiado sofisticada para la cultura política española, muy simple y con dos partidos mayoritarios distintos, pero ambos retrógrados en materia de pluralismo. En España, además, prácticamente no hay federalistas, casi todos están en Catalunya. El independentismo, a pesar de sus incógnitas, marca un camino que explorar en el siglo XXI.

FERRAN REQUEJO, catedrático de Ciencia Política de la UPF, coautor de ´Desigualtats en democràcia´, Eumo, 2009

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua