1989 El año en que todo ocurrió

Qué necesita un año para adquirir el valor de lo decisivo? Uno diría que en él debe producirse algo inesperado, pero victorioso. Es decir, algo que no estaba en la agenda y que responde a la voluntad de alguno de los contendientes. Lo de victorioso es independiente de para quién: 1989 lo fue; el 2001 también. Los años decisivos sirven también para jalonar la escaleta de la historia. Tratada como un guión audiovisual, la historia necesita de lugares comunes, de escenas de paso ineludibles, donde se da por descontado que allí termina algo, o que allí empieza todo. El asesinato de Kennedy es un hecho que cerró una época, y así se asume en todas las ficciones que lo citan en su travesía. Lo mismo ocurre, pero a la inversa, con el año del hundimiento de los regímenes del Este. Su caída abría una nueva era, que se construyó con la voracidad de disponer como fuera de fundamentos icónicos que ahora, en el momento de su revisión, se tambalean. Pero que nos hablan JORDI BALLÓ

CARLES GUERRA

Conectamos acontecimientos para crear sentido, a riesgo de pervertir el significado que tuvieron por separado

El año pasado celebramos mayo de 1968. Cuarenta años después lo revivimos con la ayuda de imágenes, textos, opiniones y análisis. Dentro de pocos días los medios invocarán la caída el muro de Berlín. Más imágenes, textos, opiniones y análisis acerca de aquel acontecimiento volverán a inundar los medios. Recordaremos los hechos y cumpliremos con el deber de la memoria. Ayudados por las imágenes del momento volveremos a ser testigos de un giro radical en la historia. Y así, un año tras otro. De manera que la máquina de las celebraciones históricas siempre tendrá algo que recuperar.

El archivo de nuestro pasado sólo necesita esperar a una coincidencia de fechas o a un lapso de tiempo suficiente para despertar los hechos que dejamos atrás. El calor del acontecimiento se reaviva con interpretaciones, debates y elucubraciones. Se pondera sobre las consecuencias de aquel instante decisivo, como ahora al volver la mirada hacia 1989. El orden espontáneo de los acontecimientos que nos llevaron de Tiananmen a la apertura del muro, y de la revolución rumana al desmembramiento de la antigua URSS, deja lugar a pocas dudas. Parafraseando al historiador británico Eric Hobsbawm, el siglo XX llegó a su fin el año 1989.

La revuelta de la plaza de Tiananmen, desencadenada por la muerte del líder reformista chino, Hu Yaobang, el 15 de abril de 1989, alentó una secuencia de momentos icónicos que se prolongaron hasta el día 25 de diciembre del mismo año, cuando Nicolae Ceaucescu y su mujer fueron ejecutados ante las cámaras. La imagen de un hombre deteniendo los tanques que se dirigían hacia las concentraciones de la plaza de Tiananmen, la multitud subida al muro de Berlín, o la retransmisión de la interrupción del discurso de Ceaucescu jalonan la historia de ese año que simboliza un punto de inflexión. Todo queda empaquetado en una fecha, a pesar de la heterogeneidad de los lugares, las causas y los protagonistas.

Fred Kaplan, acaba de publicar un libro de notable éxito. Se titula 1959: The Year Everything Changed.Aquel fue el año en que Castro tomó Cuba, Miles Davis grabó Kind of Blue,la empresa Texas Instruments anunció la invención de algo llamado microchip, Martin Luther King viajó a la India para estudiar los métodos de resistencia de Gandhi, John Kennedy se preparaba para la carrera presidencial y la píldora anticonceptiva revolucionaba la vida sexual. La espiral de conexiones hace que todo cobre un sentido insólito. Pero el efecto que produce esta extraordinaria síntesis corre el riesgo de pervertir el significado que tuvieron cada una de estas manifestaciones por separado. Las determinaciones locales se obliteran en beneficio de una lógica que satisface al espectador global, más preocupado por la coherencia del relato universal que componen las noticias diarias que por las particularidades insondables de cada acontecimiento. Dicha inercia, que obedece al deseo de participar en una opinión pública de escala planetaria, acaba por generar su propia versión de los hechos. Cuando Irán se convirtió en una República Islámica tras la revolución de 1979, Occidente quedó sumido en un shock profundo. Nadie lo esperaba.

Ahora sería interesante comparar el seguimiento mediático de las manifestaciones tras las últimas elecciones en Irán, a principios de verano, con los acontecimientos de 1989, entonces transmitidos por televisión. En el caso de Irán, las redes sociales tuvieron un papel destacado creando un espacio político que confundía la imagen y la participación en los hechos. Twitter se convirtió en una herramienta crucial. La distinción entre el acontecimiento o la manifestación, el testimonio y la circulación de la información quedó en entredicho. Los tweets encierran todos esos momentos en uno. Los ojos de Neda Agha-Soltan – la mujer que murió de un disparo en el pecho y cuya imagen circuló sin obstáculos-colapsaban la distancia habitual entre el observador y lo ocurrido. En ese momento Irán era un asunto de incumbencia global.

El análisis que Harun Farocki y Andrei Ujica hicieron de las imágenes de la televisión rumana durante la revolución de 1989 reveló que la interrupción de la transmisión del discurso de Ceaucescu abría la brecha a un espacio de creatividad política. Los figurantes de la ceremonia irrumpieron a gritos y las cámaras bajaron a la calle. La avalancha de imágenes sin orden que muchos medios hegemónicos lamentan son, a menudo, rebautizadas de la forma más kitsch. Al hombre que detuvo el tanque en Tiananmen lo llaman «el rebelde desconocido» y a Neda Agha-Soltan «el ángel de Irán». Esos medios ansiosos de imponer sentido al caos informativo apelan, una y otra vez, al contexto de las imágenes. Temen que estas produzcan efectos indeseados.

9 de octubre de 1989, el día que lo cambió todo

INGO SCHULZE

En la manifestación de Leipzig la multitud gritaba: «¡Elecciones libres!» y «¡el pueblo somos nosotros!»

A menudo me corrigen benévolamente:

– Querrá decir el 9 de noviembre.

– No, el día decisivo fue el 9 de octubre.

– ¿Por qué? ¡Pero si el Muro cayó el 9 de noviembre!

– Sí, precisamente porque antes se había producido el 9 de octubre.

La mañana del 9 de noviembre no había casi nadie que pensara que aquel mismo día iba a caer el Muro. El 9 de octubre, en cambio, sabíamos (y no sólo en Leipzig) que aquella noche marcaría un punto de inflexión tras el cual, de un modo u otro, todo iba a cambiar.

El 9 de octubre era lunes, el primer lunes después del 7 de octubre, fecha de la conmemoración del 40. º aniversario de la RDA. Semana tras semana, la manifestación de los lunes, que tenía lugar después de la oración por la paz,en la Nikolaikirche de Leipzig, se había ido volviendo más multitudinaria. La semana anterior había reunido a casi treinta mil manifestantes.

Yo tenía miedo y, al mismo tiempo, estaba eufórico. Motivos para tener miedo había de sobra. Una semana antes se había producido una verdadera batalla campal entre uniformados y manifestantes en la estación, donde se esperaba la llegada de los trenes con los refugiados de la embajada de Praga. El fin de semana anterior, los uniformados habían cargado violentamente contra manifestantes y curiosos también en Berlín, Leipzig y otras ciudades. En aquellos momentos aún no estábamos al corriente de la violencia brutal, realmente sádica, con que las fuerzas del orden se habían empleado en muchos casos. Hasta entonces, pensaba yo, la inminente celebración del 40. º aniversario de la RDA nos había librado de lo peor. Lo peor habría sido la solución china, tal como se había puesto en práctica hacía cuatro meses en Pekín. El gobierno de la RDA había aplaudido esa intervención.

Y, sin embargo, no nos quedaba otra opción. ¿Cuándo si no íbamos a salir a la calle? Si en aquel momento me hubiera acobardado, habría perdido toda credibilidad ante mis amigos y ante mí mismo. Además, nos habíamos quedado en la RDA por eso, para cambiar las cosas. Antes de subir al coche para dirigirnos a Leipzig, mi compañera y yo, que por aquel entonces trabajábamos en el teatro de Altenburg, llenamos la nevera para su hija de trece años. Le dimos a la hija un sobre con dinero y un buen puñado de monedas de veinte pfennig para el teléfono. Además, le apuntamos el número de una amiga, por si a la mañana siguiente aún no habíamos regresado.

En Polonia, el gobierno del Solidarnosc regía ya los destinos del país, en Hungría el 10 de septiembre habían abierto las fronteras con Austria y al día siguiente, en la RDA, se había fundado el Neues Forum, el primer partido de la oposición. Desde finales de septiembre, el grito de «¡queremos salir!» se había convertido en un «¡nos quedamos aquí!». Desde el lunes anterior, el clamor popular era «¡el pueblo somos nosotros!».

Llegamos a Leipzig y aparcamos frente al Georgi Dimitroff Museum, donde actualmente se encuentra el Tribunal Contencioso-Administrativo. En el centro de la ciudad todo parecía estar como siempre, pero de pronto nos encontramos frente a una larga hilera de furgones policiales. Se oyeron unos ladridos. Los oficiales iban apresuradamente de un vehículo a otro. Desde la plaza situada entre la Ópera y la Gewandhaus, la Karl Marx Platz, vimos como de detrás del Grassi Museum aparecían cada vez más furgones, que se dirigían hacia la avenida de circunvalación de Leipzig. Los conductores los increpaban haciendo sonar el claxon y los peatones los silbaban.

A las 4 de la tarde, una hora antes de la oración por la paz, una multitud se había congregado ya frente a la Nikolaikirche. No sabíamos aún que, siguiendo las órdenes del Partido Socialista Unificado de Alemania, cientos de camaradas del partido se habían reunido en el interior de la iglesia con el fin de ocupar todos los asientos disponibles. Nos dirigimos hacia la Iglesia Reformada, que se encontraba junto a la avenida de circunvalación y que también estaba llena hasta los topes. Allí, alguien informó acerca de las detenciones del día anterior y leyó (¿o acaso eso sucedió más tarde, a través de los altavoces municipales?) el manifiesto a favor de la no violencia que habían suscrito conjuntamente el secretario de la dirección regional del PSUA, Kurt Meyer; Jochen Pommert; Roland Wötzel; el entonces director de la Orquesta de la Gewandhaus, Kurt Masur; el cabaretista Bernd-Lutz Lange y el teólogo Peter Zimmermann. Los seis firmantes habían asumido, de forma bastante realista, que iba a haber una manifestación. Así, aquel manifiesto, que no en vano llevaba la firma de los tres más altos funcionarios de Leipzig, suponía poco menos que la legalización de la manifestación del lunes.

Desde la Iglesia Reformada regresamos a la Karl Marx Platz. Las calles y los callejones del centro de la ciudad estaban repletos de gente. Entonces oímos los gritos procedentes de la plaza de la Nikolaikirche. El lunes anterior, al oír por primera vez los gritos de «¡fuera la Stasi!», me sentí como si me hubiera alcanzado un rayo. Me pareció asombroso que aquello fuera posible sin que, al instante, varias cuadrillas de la Staatssicherheit se abatieran sobre los manifestantes. Una semana más tarde, los gritos habían adquirido mucha más confianza. Si nadie ha borrado las grabaciones de las dos cámaras que había situadas encima del edificio de correos de la Karl Marx Platz, en ellas debe de verse cómo se originó la manifestación. Para mí, sin embargo, fue como si esta se formara de un momento a otro. La muchedumbre reunida ante la Nikolaikirche echó a andar hacia la plaza de la Ópera entre gritos de «¡en marcha, en marcha!» y, de repente, de todas partes, empezó a llegar másy más gente. Ante la mirada de las dos cámaras, nos dirigimos hacia el Georgiring, el paseo del edificio de correos, y nos quedamos asombrados al ver que nadie nos lo impedía. Charlando de amistades comunes, llegamos y nos detuvimos en el semáforo para peatones. Unos instantes más tarde, los coches que esperaban en el semáforo quedaron inmovilizados por la oleada de manifestantes. Era impensable que pudieran seguir circulando. La calle era nuestra.

La tensión me ayudó a participar en los cánticos. Aún me resultaba difícil «pegar gritos» con otras personas. «Corear lemas» pertenecía al otro mundo, que tanto menospreciábamos. Sin embargo, en aquel momento gritar tuvo la virtud de alejar el miedo y unir más a los presentes: «El Neues Forum es legal», «elecciones libres», «¡nos quedamos aquí!», «sin violencia» y, cada vez más, «el pueblo somos nosotros». ¿Dónde estaban los uniformados? Tuve la sensación de que las fuerzas de seguridad se habían esfumado. Cada vez eran más las personas que se asomaban a las ventanas de las viviendas y de los restaurantes. «¡Uníos a nosotros!», «¡fuera la Stasi!», «la Stasi que se busque trabajo» y «Gorbi, Gorbi». Este último fue el único grito en el que no participé. Todos sabíamos que sin Gorbachov nunca se habría producido un movimiento de aquel calibre, peroamíme irritaba su actitud en relación con las repúblicas bálticas, donde, al parecer, la fuerza de las armas no estaba ni mucho menos descartada. Doblamos la esquina y entonces vimos que en el Georgiring no cabía ni un alfiler. En aquel momento se produjo un estallido de júbilo. ¿Quién iba a frenar a aquella multitud? Nuestra victoria consistió en el hecho de reunir a tanta gente y de que no hubiera ningún idiota útil que se dedicara a tirar piedras. Contra aquella multitud sólo cabía interponer la fuerza de las armas. Y, sin embargo, yo era incapaz de imaginarme que realmente fueran a dispararnos.

Hoy se sabe que durante un buen rato reinó la incertidumbre sobre si alguien iba a ordenar «aplastar la contrarrevolución», lo que habría significado una orden de disparar. No obstante, la central de antidisturbios consideró que cualquier intervención habría sido estéril. Esperaban la aprobación de su decisión desde el Berlín Este, pero Egon Krenz no se pronunció. Poco después de las 18.30, el primer secretario de la dirección regional del PSUA, Helmut Hackenberg, dio la orden de «permitir el avance de los manifestantes y aguardar en las sombras» siempre y cuando «no se produzcan ataques contra los efectivos, edificios e instalaciones de las fuerzas de seguridad». Así, mientras unos aguardaban en las sombras, otros emergían de estas.

Pasamos frente a la estación, pero las puertas estaban cerradas. Quienes llegaban en tren veían como les impedían la entrada a la ciudad. Los tranvías, que aguardaban en las paradas, abrieron las puertas. «¡Uníos a nosotros!». Pasamos bajo los puentes para peatones hasta la Friedrich Engels Platz, que parecía adormilada. Ante el edificio conocido como Runde Ecke, el cuartel general de la Staatssicherheit, esperaban los uniformados, con sus cascos y sus escudos. Durante las dos últimas semanas nos habíamos llevado una sorpresa al constatar que nuestros policías podían tener el mismo aspecto que los del oeste. Frente a la entrada había apostada una falange de aproximadamente cincuenta agentes. ¿Qué debieron de pensar aquellos chavales a quienes habían ordenado guardar las puertas al ver que la muchedumbre se les acercaba al grito de «¡el pueblo somos nosotros!»? ¿Perdieron el miedo al ver que una columna de manifestantes les daba la espalda? Los manifestantes depositaron velas encendidas en los escalones de la entrada. El Runde Ecke hacía también las veces de prisión y en sus calabozos había aún encerrados varios de los detenidos durante los últimos días y semanas.

La propia ciudad nos ofrecía la ruta que debíamos seguir: a través de la avenida de circunvalación, siempre recto hasta la Gewandhaus. Rodeamos la ciudad y el círculo se cerró; estábamos de nuevo en la Karl Marx Platz. Aquella hora nos había transformado. Éramos más libres y más felices que nunca. Pero no sólo nosotros habíamos cambiado: en las últimas horas, la ciudad y todo el país habían sufrido una metamorfosis. Nuestra alegría, nuestro alivio y nuestro júbilo eran más ruidosos que las trompetas de Jericó. Todo iba a ser distinto, todos los muros iban a caer (¡libertad de visado hasta Shanghai!) y el sueño de la primavera de Praga de 1968 se haría realidad: un socialismo con rostro humano.

TRADUCCIÓN: CARLES ANDREU

* Ingo Schulze Novelista y dramaturgo alemán nacido en Dresde en 1962, entre sus obras más destacadas figura ´33 momentos de felicidad´. Su próximo libro, ´Adam y Evelyn´ (Destino en castellano, Proa en catalán), aparece el 11 de noviembre

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