Política y antipolítica

El ejercicio de la crítica política necesita una notable dosis, si no de ingenuidad, sí de confianza en algunos principios democráticos de referencia. Si no fuera así, si no hubiera una más que razonable esperanza de que las cosas pueden ser de otro modo, ciertamente, sería para cerrar la barraca. Y es que para hacer de testigo cínico y desesperanzado de tal y como es la cruda realidad de la vida política, más valdría dejarlo correr. Sí: a la vista del clima político general de nuestro país, la mayor tentación tanto del ciudadano de la calle como del articulista que firma sería llegar a la conclusión que no hay ni un palmo limpio. Y, en consecuencia, lo más fácil sería que arraigaran todavía más –si esto es posible– los sentimientos antipolíticos.

Ciertamente, la vida política, la de los partidos, es turbia. Hay una mezcla de idealismos e intereses, de proclamación de principios y de negociación de miserias, de buena fe y de maquiavelismo, de lucidez y de autoengaño, de voluntad de servicio y de apetencia de poder, que son difíciles de discernir porque, en el fondo, unas dimensiones descansan sobre las otras. En este sentido, quizás la política no es muy diferente del resto de la vida social, en la cual la realidad cotidiana también se construye sobre la ambigüedad de las personas y la ambivalencia de los hechos. Ahora bien, la naturaleza pública de la política, por el liderazgo moral que se espera, por la responsabilidad que tiene sobre los destinos de las personas, explica que se le exija un comportamiento ejemplar. Y, ahora mismo, estamos muy muy lejos de esta ejemplaridad.

El caso es que el descubrimiento del comportamiento ilícito de los dirigentes del Palau de la Música, más allá de la gravedad penal por el robo, ha extendido una sombra de sospecha todavía más espesa tanto sobre la misma sociedad civil como sobre las administraciones y los partidos políticos. Pero no seamos bobos: esta sombra de sospecha está siendo difundida de manera interesada y por razones políticas. Por un lado, están los intereses españolistas que han encontrado una nueva ocasión para desacreditar a la sociedad catalana en su conjunto. Joan B. Culla lo explicaba con su habitual inteligencia irónica en estas páginas en el reciente artículo La cartera y la bandera. Por otro lado, estos hechos también han sido manipulados desde dentro del país para erosionar al partido que, a un año vista de las elecciones, tenía y tiene todas las de volver a ganar, y ahora con posibilidades ciertas de gobernar. Efectivamente, el asunto Millet ha caído como el maná del cielo sobre un PSC políticamente desacreditado, para intentar ensuciar CiU, y más particularmente CDC, con un cinismo merecedor de la mayor de las condenas. Es cierto que los convenios firmados entre la Fundación Trias Fargas y el señor Millet son, como mínimo, poco elegantes y de difícil justificación. Ahora bien, que esta crítica a lo que podría haber sido un mecanismo opaco de financiación política venga, de manera tan beligerante y agresiva, de parte de los dirigentes socialistas y de la prensa gubernamental es un escándalo. El ensañamiento oportunista del PSC con el asunto de los convenios con la Fundación de CDC –un tema que ni siquiera forma parte del proceso contra Millet porque, feo o no, no tiene nada de delictivo– hace mucho mal a la política. Y hace, de mal, porque no es una crítica hecho desde la honestidad esgrimida, sino desde un fariseismo de sepulcro blanqueado en el interior del cual hay procedimientos tanto o más mezquinos que los denunciados, con independencia de su legalidad.

Sea como sea, la repugnancia que produce este tipo de procedimientos, sólo explicable por el nerviosismo de los operarios de la maquina de mandar que es el PSC ante la posibilidad de perder la alcaldía de Barcelona y el gobierno de la Generalitat, no se acaba con la condena de unos y la salvación de los otros. Todo al contrario: se acaba con el descrédito general de la política y en el establecimiento de un clima antipolític que proporciona las bases para la aparición de formas de populismo supuestamente regenerador, tan peligroso para la democracia. Ejemplos relativamente cercanos a nosotros de aparición de caudillos salvadores que se instalan al poder y se quedan por mucho tiempo como resultado de esta fase previa de autoliquidación de la confianza en los partidos tradicionales tendrían que ser suficientes para poner en alerta los partidos tradicionales.

Aun así, parece más que demostrado que el sistema actual de partidos no da señales de ser capaz de regenerarse desde dentro. CiU no fue capaz de hacer una ley electoral en veintitrés años, pero el tripartito ha demostrado la misma incapacidad en seis años más. Y el grave problema de la financiación de unos partidos políticos sobredimensionados e ineficientes sigue sin solución porque no es habitual que alguien quiera ser el cirujano que se amputa la propia pierna. En definitiva: el descrédito no para de crecer. Y es precisamente en este punto del drama que, una de dos: o aparecen líderes rupturistas desde dentro de los mismos partidos –por ahora, un hecho improbable en la política catalana– o se crea un movimiento desde la sociedad civil para hacer posible la grieta que tendría que permitir la entrada de aire fresco dentro de un sistema en el cual se acaban asfixiando incluso los que esperaban vivir protegidos. Un movimiento que, atención, no puede ser antipolític, sino todo al contrario: radicalmente político, radicalmente democrático y, a la vez, sin tentaciones de ocupar el espacio que corresponde a los partidos. No se trata de promover salvapàtries, sino de hacer un gesto de extrema generosidad, de ganar mucha fuerza por, después de contribuir a oxigenar el sistema, cederla a quien legítimamente la merezca. Hablo, esclar, de aquello que podría ser, a las próximas elecciones, el papel Reagrupamiento. Cómo que se trata de un movimiento en proceso de formación y de deliberación interna sobre él mismo, no soy nadie para aventurar en que acabará. Pero creo que sería un error que se repengés en el antipolítica o que tuviera tentaciones antipartidistes y, en este sentido, populistas, al estilo del discurso de Ciudadanos o de Nebrera. Una oferta electoral que se propone la independencia del país y la radicalidad democrática del sistema –dos objetivos indestriables–, tiene que tener claro que su éxito final implicará, necesariamente, su desaparición.

Entiendo que, cuando la impostura y palabra cínica planen sobre la política de nuestro país, opiniones como esta parezcan patéticamente ingenuas. Pero me pido si, a estas alturas, no es a través de un gesto de esperanza casi ciega que podemos salir de la tentación antipolítica.

*  Profesor de sociología de la UAB y periodista, sociólogo y escritor

Publicado por Avui-k argitaratua