Berlín, el cielo reunificado

Veinte años después de la caída del muro y sesenta y tres desde el fin de la guerra, la capital alemana se ha convertido en una ciudad prodigiosa, reviviendo la potencia cultural y artística que tuvo durante la República de Weimar

 

OLIVER DE ROS

Salvo excepciones, el pulso callejero de Berlín es pausado y relajado. La ciudad conoce poco estrés y sus calles llaman la atención más por el vacío que por la animación1234567

Hay tres opiniones extremas sobre Berlín que ayudan a comprender y situar a esta prodigiosa ciudad en el contexto alemán y europeo. Una es la del frívolo personaje femenino de la novela «Crematorio» del escritor valenciano Rafael Chirbes, que describe una visita invernal a la capital alemana:

Una ciudad, «en la que no se puede pasear; descampados, casas sin la menor gracia, y las tiendas de ropa, todo como para punkies, ¡lo que les gusta el color negro a estos alemanes!, como si no tuvieran un paisaje suficientemente oscuro», dice. «La ciudad parece el patio arbolado de un seminario, la ciudad entera un seminario, un convento, claro, poco gusto por la vida. El clima y el paisaje gris te encierra en casa, te desespera durante meses (…) no hay nada en Berlín que pueda decirse elegante, que te anime la vista, severidad, sequedad, dicen que es la capital europea de la marcha, de la movida, de la música, del arte de vanguardia, de la moda (de qué moda: ropa deslavazada, sin gracia, como de mendigos ricos; de qué música: ruidos disonantes) y sin embargo tan desabrida, tan desarmónica. Sí, puedes perderte entre bosques, canales, ríos y lagos, es ecológico, pero ¿donde están esas calles de París, ciudad cerrada, acabada desde hace dos siglos, con kilómetros de escaparates que en pleno invierno llenan de colorido el paisaje…?.»

El escritor alemán Peter Schneider, que ha vivido largas temporadas en Freiburg, una bonita ciudad gótica del sur de Alemania, y reside en Berlín, dice algo parecido sobre la capital, pero le da la vuelta; no hay en Berlín, dice, «un solo paisaje bello en el que la vista pueda pararse a reposar». Los espacios vacíos dejados por las bombas de la guerra y por la división de la ciudad hacen de Berlín una ciudad «incompleta» en la que echa raíces una manera de vivir excepcional en Alemania, un cierto espíritu entre liberal, bohemio y dejado, que contrasta con la rigidez germana. Curiosamente, esa seña de identidad berlinesa, «no ha podido ser alterada por el traslado a Berlín de la clase política o de los estados mayores de las grandes empresas que siguió a la reunificación». Los espacios de la ciudad continúan escapándose, en su amplitud, a los designios de políticos y planificadores, en su intento de hacer cuadrar su intangible realidad. El resultado es una cierta sensación de libertad y rebeldía, en un contexto cultural tradicionalmente liberticida y cuadriculado.

UNA CIUDAD ANÓMALA

Políticamente, Berlín es anómala. Si en Alemania es la derecha sociológica la que tiene la hegemonía, Berlín es «rojo», con los tres partidos de la izquierda, socialdemócratas, postcomunistas y verdes, casi empatados en un 20% y sumando casi un 60% en la ciudad, frente a un 45% a nivel federal. Ya lo era así antes de 1990, pero la reunificación, con la incorporación de la cultura social-dictatorial del sector oriental de la ciudad, aún ha incrementado más la diferencia. La capital tiene el único gobierno de coalición entre socialdemócratas y postcomunistas del país, y su alcalde gay, Klaus Wowereit, sería inimaginable en otra ciudad alemana.

 

Wowereit es un personaje, sonriente, accesible y democrático. En su magnifico reportaje sobre Berlín presentado en la última Berlinalle («In Berlin»), el cineasta Ciro Cappellari retrata al alcalde inaugurando una sede, en medio de una sonada protesta corporativa de policías que le abuchean. Mientras Wowereit habla con la prensa, se acerca una mujer. Le dice que dejó de ser del SPD, el partido del alcalde, cuando se topó con él. Wowereit encaja tranquilo el creciente torrente de improperios que la mujer le lanza ante las cámaras y micrófonos. En un momento, le corta con suavidad y le pregunta con una sonrisa:

-Usted es policía, ¿verdad?

-Si, responde la mujer.

-Se le nota, por su predisposición a la violencia…

La salida del alcalde es reveladora de que hay rastros del espíritu de la cultura del sesenta y ocho alemán, de la contestación y crítica hacia el obediente automatismo prusiano, en las mismas instituciones berlinesas. A eso se le suma la correcta y civilizada segregación, con muy poca comunicación entre comunidades, pero sin guetos manifiestos ni estridencias, que define la convivencia entre berlineses y emigrantes, sobre todo turcos. La suma de esos factores, el virus izquierdista, esa segregación integrada, y la indolencia que rezuma Berlín, es algo que pone, literalmente, de los nervios, al «establishment» tradicional alemán.

En Alemania viven alrededor de un millón 900 mil inmigrantes turcos, y en Berlín están radicados casi 125 mil de ellos. Lo que el personaje de Chirbes expresa frívolamente y Schneider en positivo, lo ha articulado como discurso político retrógrado el ex ministro de finanzas de Berlín, Thilo Sarrazin, que dirigió las siempre deficitarias cuentas de la ciudad entre 2002 y 2009, y que hoy es miembro de la presidencia del Bundesbank. Sarrazin, un socialdemócrata, ha dicho en voz alta lo que un amplio sector de la Alemania bienpensante opina sobre Berlín, en unas declaraciones a la revista «Lettre International» que han causado escándalo por su claridad; «Berlín no podrá ser salvada por los berlineses», ha dicho. «La ciudad está lastrada por la tradición del sesenta y ocho, y la dejadez». A eso se suma la fecundidad, de las capas bajas, pobres y emigrantes; «el 40% de todos los nacimientos se registra en las capas bajas», lo que, «baja continuamente el nivel de la educación, en lugar de subirlo». «Árabes y turcos son dos o tres veces más prolíficos que la media y muchos de ellos ni quieren, ni son capaces de integrarse». El ex ministro recuerda que en Berlín el 20% de la población vive de los subsidios sociales, más del doble del nivel general alemán, que ronda el 8% o el 10%. «Quienes sean capaces de hacer cosas o aspiren a hacerlas, bienvenidos, los demás que se vayan a otra parte», dice. El problema es que la ciudad no respira en esa dirección, reconoce Sarrazin. «La prensa berlinesa está orientada hacia los problemas sociales», se queja, «pero los hogares calientes para turcos no sacarán adelante a la ciudad».

EL LUJO DEL VACÍO

Veinte años después de la caída del muro y sesenta y tres desde el fin de la guerra que destruyó en diverso grado tres de cada cuatro casas, Berlín aún no ha rellenado los tremendos agujeros y vacíos dejados por las bombas y la división. En 1990, cuando se hizo el plan urbanístico y de infraestructuras de la capital de la Alemania reunificada, los planificadores contaban con una ciudad de más de cinco millones de habitantes, pero Berlín se ha mantenido en sus actuales 3,4 millones, lo que ha arruinado a los presupuestos municipales (así hay que leer lo de «pobre pero sexy», que dice el alcalde, Wowereit) y seguirá ahí en los próximos quince o veinte años. Su industria, como la natalidad general de la nación, ha menguado y, como tantas otras, la ciudad ha explotado su «sector servicios», convirtiendo con gran éxito la memoria del Muro, de la guerra y del nazismo en reclamo turístico.

El esfuerzo económico del gobierno federal a partir de 1989 se dirigió a lo fundamental, la integración del Este, sin preocuparse en exceso por lo que habría sido prioritario en el Mediterráneo: gastarse los cuartos en epatar con una nueva capital llena de florituras. Berlín no es espectacular, ni por esos efectismos, ni por una arquitectura rompedora-ostentosa, sino por cualidades y ventajas que se derivan de sus defectos. Gracias al vacío y a su amplia y verde extensión, Berlín es, como dice Schneider, «más un pueblo grande que una ciudad».

La ciudad dispone de una de las mejores redes de transporte urbano de Europa, eficaz, sin agobios, rápida y completa, con excelente integración entre metro, ferrocarril urbano y autobús. La capital apenas conoce atascos, el uso de la bici es general, el taxi superfluo y el automóvil privado no es necesario como medio de transporte. La calidad del aire, bastante notable, ha mejorado mucho con la reducción del uso de carbón, que hace veinte años alimentaba el grueso de su calefacción y de la industria del Este. La ciudad es manifiestamente superior a los caos circulatorios europeo-meridionales, y se convierte en esplendorosa y magnífica en primavera, cuando el clima permite disfrutar de sus enormes parques, bosques y lagos, con 39 playas y gran oportunidad de esparcimiento.

Todo lo que en invierno se sufre como defecto; demasiado extensa, mortecina, triste y despoblada para llegar a ser la «ville-lumière», lo que echa de menos el personaje de Chirbes, es decir una ciudad, orgánica, compacta y vibrante, se agradece cuando llega el buen tiempo por el sinfín de oportunidades tranquilas al aire libre que abre; desde las terrazas que proliferan por todos los barrios, cada uno un microcosmos independiente en sí mismo, hasta las excursiones urbanas. La gastronomía no es excepcional, pero siempre hay sitio en restaurantes y locales que sirven a todas horas.

En lo artístico y cultural, la vitalidad actual de Berlín es seguramente comparable a la que conoció en el periodo de entreguerras, durante la República de Weimar. En algunos aspectos se ha producido un intercambio de papeles con París, porque mientras la filosofía más bien ha decaído en Alemania, las artes plásticas, la música, la fotografía y el cine, en las que París siempre dominó, han emigrado a Berlín. El fenómeno tiene que ver con las oportunidades que el vacío berlinés brinda a los artistas. La falta de población y la abundancia de espacio diminuyen y moderan la especulación inmobiliaria, por lo menos en el sentido español. Los alquileres son más baratos y el coste de la vida también. Los precios más razonables. Se vive con menos agobio y es más fácil vivir tu vida al día y realizar proyectos, sin los agobios de las hipotecas y los cutrepisos a precios estratosféricos de Barcelona, Valencia o Madrid. Eso es lo que atrae a los artistas y a mucha gente joven.

Según Marta Giralt, una germanista de Barcelona que vivió en Berlín en los ochenta y ha ido viniendo regularmente a esta ciudad desde entonces, Berlín sigue siendo hoy atractiva para los jóvenes, pero en un sentido diferente del de los años ochenta.

«Hace veinticinco años, los jóvenes venían a Berlín por «ideas», o inspirados por ellas, ahora es sobre todo por la facilidad de establecerse, por los precios relativamente baratos de alquileres de apartamentos y locales que permiten realizar todo tipo de proyectos», explica.

Observadores, como la pintora Danielle Picciotto, llaman la atención sobre la falta de estrés en el paisaje berlinés; «el berlinés camina por la calle despacio, bastante relajado, no tiene prisa». Frente al tópico de ciudad rompedora y juvenil, Berlín también es, por su ritmo vital tranquilo, una ciudad ideal para jubilados. Schneider apunta que la anomalía berlinesa logra pervivir en el contexto alemán, «pese al esfuerzo de las autoridades que remodelan, sanean e intentan poner orden», pero este pueblo grande les puede. La hierbas selváticas y los retoños de árboles todavía crecen sin control en los abandonados trazados de la S-Bahn, el ferrocarril urbano berlinés.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua