Los malabarismos de Obama en Pekín

Para conmemorar el aniversario de la caída del muro de Berlín, Obama se va a Pekín. Europa pertenece a entonces, China es el ahora. Y, a medida que el poder mundial se desvía hacia el Este, hasta el líder más poderoso y elocuente de nuestra época se debate con los dilemas de esa relación.

Antes de ir a China, Obama hizo dos concesiones importantes: no reunirse con el Dalai Lama, a diferencia de sus predecesores en la Casa Blanca, y definir a China como un «socio estratégico», una etiqueta muy deseada por los dirigentes de Pekín. A corto plazo, parece haber obtenido muy poco a cambio, ni sobre Irán, ni sobre Afganistán, ni sobre el tipo de cambio del renminbi. El contraste entre la despreocupada y abierta rueda de prensa del presidente Bill Clinton y el presidente Jiang Zemin en 1998, llena de críticas mutuas, y la fría presentación de declaraciones opuestas de los presidentes Obama y Hu Jintao, sin que se permitieran preguntas de los periodistas, da la medida del camino recorrido por China durante la década perdida de Estados Unidos. China, a punto de convertirse en la segunda economía del mundo, en 2010, y con alrededor de un billón de dólares en deuda estadounidense, se siente cada vez más capaz de fijar sus propias condiciones.

Sí, Obama mencionó los derechos humanos y el Tíbet. Sí, en la reunión con estudiantes en Shanghai consiguió que le hicieran -su propio embajador- una pregunta, colgada en la página web de la Embajada estadounidense, sobre el gran cortafuegos informático de China. Su respuesta fue curiosamente complicada. Siempre ha sido un gran defensor del uso libre de Internet, dijo, y «soy un gran defensor de la no censura». (Qué expresión tan extraña. ¿Por qué no decir «libertad de expresión»?). «Forma parte de la tradición de Estados Unidos», continuó, pero inmediatamente añadió: «Reconozco que distintos países tienen diferentes tradiciones». Luego se deshizo en elogios de Google y repitió su oposición a la restricción del uso de Internet y «otras tecnologías de la información como Twitter». Uno podía imaginárselo balanceándose en la cuerda floja y ayudándose a mantener el equilibrio con una larga pértiga.

Por supuesto, cómo se desarrolle esta relación durante los próximos 20 años dependerá sobre todo de las realidades del poder económico, militar y político. China está en ascenso, pero su sistema tiene muchas debilidades internas. Desde el punto de vista diplomático, Estados Unidos tendrá grandes posibilidades de hacer contrapeso al poder chino a través de su relación con Europa, India, Japón y otras potencias regionales. En realidad, el objetivo hacia el que deberíamos trabajar es el de una «relación estratégica» que implique la cooperación de todas estas potencias.

Sin embargo, más allá de las relaciones de poder duro, existe una pregunta casi filosófica sobre cómo tratar con China desde Occidente. En mi opinión, hay dos estrategias básicas que podemos adoptar. Mientras Obama se balanceaba en su cuerda floja, el extremo de su pértiga señalaba a veces hacia una y a veces hacia la otra. La primera estrategia, que es del agrado de los gobernantes chinos, es decir: vosotros tenéis vuestras tradiciones, vuestra civilización, vuestra cultura, vuestros valores, y nosotros tenemos los nuestros. En un mundo de grandes potencias soberanas muy distintas, la única base para el orden internacional es el mutuo respeto. Dentro de nuestras fronteras respectivas, nosotros lo hacemos a nuestra manera, y vosotros a la vuestra. Sólo así podremos evitar el «choque de civilizaciones» de Samuel Huntington.

Creo que a las autoridades actuales de China les gustaría llegar a ese acuerdo. A diferencia del periodo maoísta, y a diferencia de algunas opiniones actuales en Estados Unidos y Europa, no son misioneros universalistas. No afirman que su modelo chino, desarrollado mediante el método de prueba y error, sirva necesariamente para otros países. Quizá lo hagan en el futuro -en parte porque los habitantes de los países en vías de desarrollo empiezan a pedirlo-, pero, por ahora, el «modelo chino» está hecho sólo para China. En cambio, tanto Estados Unidos como la Unión Europea suelen creer que otras partes del mundo pueden y deben parecerse más a ellos.

El compromiso de China de no interferir en los asuntos de otros Estados no es del todo constante. Como Estados Unidos, China tiene una doble concepción de la soberanía: nuestra soberanía es absoluta, la de otros es relativa. Así, por ejemplo, China ha hecho increíbles esfuerzos para disuadir a los dirigentes occidentales, incluido Obama, de reunirse con el Dalai Lama en sus respectivas capitales, cuando una doctrina coherente de respeto mutuo de la soberanía seguramente diría: nosotros no os decimos con quién os reunís en vuestro país y vosotros no nos decís con quién nos reunimos en el nuestro. Ahora bien, con excepción de lo que considera asuntos de interés nacional fundamental, China no ha intentado (todavía) decir a otros cómo gobernar sus países.

La otra estrategia, que es la que yo defiendo, es iniciar la búsqueda de un universalismo genuinamente universal, en un diálogo con China y otras potencias emergentes no occidentales. No podría ser un universalismo definido puramente por Occidente, que implicara que todas las verdades universales esenciales se descubrieron en Occidente entre, por ejemplo, 1650 y 1800, y que todos los demás países tienen que limitarse a seguir el ejemplo. Sería un universalismo que dijera algo de este tipo: creemos que estas verdades son evidentes, pero quizá os gustaría sugerir algunas otras. Defendemos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; quizá vosotros queráis defender la armonía, la seguridad o la comunidad transgeneracional. Entonces compararemos las aspiraciones y las realidades sociales a la fría luz de la razón.

Éste no es un «diálogo entre civilizaciones», un término que parece implicar que mis valores los determina mi «civilización» natal o la de mi religión. No es un toma y daca entre los «valores occidentales» y los «valores asiáticos». Es una invitación a una auténtica conversación sobre lo que todos los seres humanos tienen en común y cómo deben organizarse y vivir su vida. En mi opinión, las respuestas dadas en Occidente durante y desde lo que llamamos la Ilustración son las mejores que nadie ha encontrado hasta ahora. Pero la más mínima inmersión en las tradiciones confuciana y budista sugiere que hay cosas que podríamos aprender de ellos, y que tenemos mucho en común. Por tanto, mi idea de respeto mutuo no es «vosotros tenéis vuestros valores determinados por vuestra cultura, nosotros tenemos los nuestros, y nunca se encontrarán los dos». Es «voy a presentar los mejores argumentos posibles para defender que los valores universales de la Ilustración son los mejores para vosotros y para nosotros, pero estoy dispuesto a escuchar vuestra respuesta».

Mi limitada experiencia de los jóvenes chinos, incluidos miembros del Partido Comunista, indica que están muy abiertos a mantener una conversación así. Pero hay una trampa. Para poder celebrarla, deben tener contacto con nuestras ideas y con las pruebas que respaldan esas ideas, y nosotros debemos tener contacto con la suyas. Una de las cosas positivas que ha surgido de la visita de Obama es un acuerdo para ampliar los contactos personales, incluidos los viajes para estudiantes en ambas direcciones; no obstante, seguirán constituyendo una pequeña minoría. El resto de esa labor de mutuo conocimiento tendrá que producirse a través de distintos medios y, por encima de todo, Internet. De modo que la libre circulación de información no puede ser meramente un valor occidental al que se oponen en Oriente. Es un requisito indispensable para tener esa conversación.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos, ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony’s College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Publicado por El País-k argitaratua