Piratería, historia

Independientemente del final de esta historia (final feliz para los tripulantes, y felicísimo para los piratas) del atunero vasco en las costas de Somalia, historia que ha servido para exhibir impúdicamente, entre otras cosas, la ineptitud ejemplar de los responsables militares, judiciales y políticos del gran Reino de España, los hechos han mostrado la persistencia, en tiempos tan modernos como el nuestro, de uno de los fenómenos más antiguos de la navegación y el comercio. En efecto, la piratería, el asalto a las naves y a los navegantes con intenciones de secuestro o de rapiña, es una de las profesiones más viejas de la humanidad. Tanto como la prostitución, que según dicen, pero yo no estoy tan seguro, es una profesión fundacional en la historia de los gremios. La piratería sí que lo es, sin duda, al menos desde que una parte de la humanidad empezó a viajar y comerciar atravesando, como dice Homero, el oscuro azul de la mar, o de color de vino. Ya a principios de la Historia de las guerras del Peloponeso, el maestro Tucídides, hablando de los pobladores griegos originarios y de la ocupación del litoral, recuerda los estragos y el negocio de los piratas más antiguos, gente en general admirada y honesta, que asaltaban las naves como una manera de ganarse la vida y mantener a la familia. Siempre, eso sí, bajo la dirección de hombres importantes y honorables, que dirigían el negocio bien instalados en tierra y que aseguraban, en provecho propio, la distribución de los beneficios.

Y recuerda, como prueba, unos versos del padre Homero, donde los navegantes, cuando encuentran un barco, preguntan a los tripulantes si son piratas. Cómo queriendo decir que era una actividad habitual, y no sólo propia de malhechores despreciables. En el Canto III de la Odisea -pero esto no lo menciona Tucídides-, Telémaco, el hijo de Ulises, llega a la corte de Pilos, y el viejo Néstor, después de que haberlo hecho comer y beber a su lado como un huésped honorable, piensa que ya es hora de preguntar quién son los visitantes: «Ahora que ya han disfrutado del comer estos huéspedes nuestros, / ya podemos preguntarles quién son, pedir que nos lo digan. / ¿Quién sois, forasteros? ¿De donde venís, navegando por los caminos de las aguas? / ¿Es por algún mercadeo? ¿O sois marineros de ventura, / tal como van los piratas, errando por la mar, exponiéndose / a perder la vida y trayendo la desgracia a gente de otras tierras?» (traducción sobre la traducción al catalán de Joan F. Mira por Luis M. Mtnz. Garate). O sea que podrían ser perfectamente piratas, marineros de ventura, que traen desgracia a la gente de otras tierras, y aun así Néstor, paradigma del rey prudente y sensato y con experiencia, les ha acogido y les ha invitado a su mesa. La profesión era ya antigua y, según cómo, respetada.

Los versos y Tucídides muestran que la historia es así, antigua, compleja y repetida, y que el Mediterráneo ha sido a lo largo de los siglos infestado por piratas, gran problema que Pompeyo y César intentaron resolver de manera brutal y expeditiva, con campañas largas y terribles donde no ahorraban ni fuerzas ni contundencia en la represión: se jugaban las rutas comerciales del imperio. La abundancia de piratas era general durante la Edad Media, fueran occidentales u orientales, berberiscos o genoveses, consentidos o perseguidos, y los valencianos, por ejemplo, tuvimos que sufrir sus ataques hasta muy entrado el siglo XVII, incluidos los desembarcos en la costa, con saqueos y cautivos: las torres de guardia y vigilancia, a lo largo de todo el litoral, son una prueba muy visible todavía. De otro tipo de piratas mediterráneos, que han llegado con plena fortuna y éxito notable hasta muy entrado el siglo XX, no hay que hablar ahora. Y no llevaban precisamente un ojo tapado.

También en el Atlántico, y en el Caribe, y en el mar de la China, y en todos los mares navegables, las naves piratas han surcado las olas con efectos muy conocidos sobre el intercambio de mercancías, la política y la economía, y la organización de las flotas reales o imperiales. Y sobre la literatura. En aquel libro fascinante de Borges, Historia universal de la infamia, uno de los personajes ejemplares es La viuda Ching, pirata, que, por votación de un consorcio de accionistas y tras el envenenamiento del marido con un plato de orugas con arroz, dirigía una flota de seiscientas naves y cuarenta mil tripulantes, seguramente el caso más voluminoso de la historia de la piratería mundial: está claro que, en China, todo tiene unas dimensiones a su escala, que no es la nuestra. La viuda Ching era, escribe Borges, «una mujer sarmentosa, de ojos dormidos y sonrisa cariada», pero su organización era implacable. Esto pasaba a finales del siglo XVIII de la nuestra era, en tiempos de Napoleón, y la flota de la viuda llegó incluso a derrotar a los almirantes del Imperio. La historia es larga, pues, y entre Vietnam, Indonesia y las Filipinas, por los estrechos de Malasia por las islas, los piratas asiáticos tienen todavía una presencia constante, creciente, y parece que con beneficios saludables para los profesionales.

En cuanto a la imagen romántica en poesías y en novelas populares, también hace tiempo que circula, con formas y expresiones siempre atractivas para lectores y espectadores. De los piratas caribeños, ya se sabe, se hacen películas donde aparecen indefectiblemente generosos, inteligentes, violentos y valientes, amorosos, enemigos de las autoridades siempre malas y crueles. Son personajes heroicos, fascinantes, libres, feroces pero en el fondo muy humanos, y que despiertan más admiración y fascinación que repugnancia por el trabajo que hacen. Esto también es muy antiguo, y yo en la escuela ya aprendía aquello de «Bajel pirata que llaman / por su bravura el temido, / en todo el mar conocido / del uno al otro confín» que es uno de los pocos poemas que recuerdo enteros. El capitán pirata de los versitos románticos, por cierto, era muy mediterráneo, puesto que, cantando alegre en la popa, veía «Asia a un lado, al otro Europa /, y allá a su frente Estambul».

Todo esto está muy bien, y es muy bonito, pero estos piratas de Somalia, si es que podemos llamarlos piratas y no mano de obra de una empresa de exacciones violentas, como un tipo de mafia de la mar, me da la impresión de que no son nada literarios, ni clásicos, ni cinematográficos: son efecto de la autodestrucción de un Estado, y parte de un negocio multinacional, también dirigido por hombres importantes y honorables, instalados en el litoral, como los de Tucídides, y operante desde oficinas remotas. Y el modo de tratarlos exige unas habilidades y una inteligencia que, en el supuesto que mencionaba al principio -y que tantas semanas ha ocupado a la prensa española-, han resultado perfectamente invisibles, inexistentes, ausentes. Quizás por no saber historia, o por no recordarla.

Noticia publicada en el diario AVUI, página 22. Sábado, 28 de noviembre del 2009