Dred Scott y Cataluña

En el año 1857 la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó una sentencia (Dred Scott versus Sandford) por la cual el tribunal entendió que los esclavos y los descendentes de esclavos no eran ciudadanos de los Estados Unidos, que, en consecuencia, no ostentaban los derechos que la Constitución reconocía a los ciudadanos ni ningún tipo de garantía judicial y que, además, el Congreso Federal no podía dictar ninguna ley que prohibiera la esclavitud en territorio de la Unión. Así mismo –declaró la Corte Suprema de los EE.UU.– no se podía entender que un esclavo fuera liberado por el hecho de residir en un Estado donde no rigiera la esclavitud (la situación del recurrente, Dred Scott) porque ésto supondría privar el amo de sus derechos de propiedad sobre el esclavo sin el proceso debido.

En los estudios sobre la interpretación constitucional se afirma que una decisión de la jurisdicción constitucional tiene que responder a una voluntad de pacificación del conflicto, integradora de la comunidad política, y es en este sentido como a menudo se invoca Dred Scott como un ejemplo infame de lo contrario. En efecto, además del profundo retroceso que Dred Scott versus Sandford significó para la igualdad, por la dignidad y por los derechos de los afroamericanos, la sentencia intensificó la tensión entre los abolicionistas y los antiabolicionistes y precipitó a los Estados Unidos a la Guerra Civil que se inició en 1861.

Todo apunta que, salvo las enormes distancias pero con unos ciertos paralelismos que a continuación remarcaré, la sentencia del Tribunal Constitucional español sobre el Estatuto de Cataluña será nuestro particular Dred Scott versus Sandford. Me apresto a añadir, para que no se me interprete mal, que por fortuna la decisión judicial no provocará una guerra. Pero sí que impulsará los elementos de desintegración del Estado autonómico español en parte porque cometerá los mismos vicios que envenenaban Dred Scott: el ataque a la dignidad, y no sólo el ataque a la dignidad del pueblo de Cataluña sino también el ataque a la dignidad que significa contradecir la voluntad democrática con una decena de jueces sin legitimidad decidiendo sobre lo que se ha votado en referéndum. Esto al margen, de algunos detalles históricos sobre los cuales es muy tentador encontrar reminiscencias, como los discursos del presidente Buchanan anteriores a la sentencia llamando al respeto y a la necesidad de acatar la decisión de la Corte Suprema, que inevitablemente hacen pensar en las declaraciones preventivas de Zapatero.

Porque no nos engañamos: aunque el juicio sobre el Estatuto forma parte de las reglas de juego del sistema constitucional español, la contradicción entre jurisdicción constitucional y democracia se encuentra latente en todos los Estados constitucionales del mundo, incluido uno de los más avanzados, como el de EE.UU., que, en algunos capítulos de su historia también han sufrido situaciones dramáticas como consecuencia de una jurisdicción constitucional sin autoridad. Esto lo señalo porque me impacta que algunos constitucionalistas españoles que son perfectamente conscientes de este conflicto entre Tribunal Constitucional y democracia, presente en el derecho comparado, ahora miren hacia otra parte cuando se trata de denunciar el atropello del pueblo de Cataluña. Cosa que también me recuerda, por cierto, cómo las posiciones progresistas en defensa de la igualdad y de la visibilidad de varios colectivos tradicionalmente marginados del poder político (las mujeres, los homosexuales, los indígenas) o que han sufrido intentos de exterminio (los judíos) parece que no valen para los catalanes.

La decisión del Tribunal Constitucional, con toda probabilidad, neutralizará el término nación del preámbulo del Estatuto y amputará aquellos elementos que entienda que se derivan del carácter nacional diseminados por el articulado: los símbolos (senyera, himno…), los derechos históricos del pueblo de Cataluña, y tal vez el deber del conocimiento del catalán. Después vendrán las nulidades de carácter técnico que quedarán eclipsadas por la voluntad de negación nacional (la eliminación de la desconcentración del poder judicial, algunos aspectos del régimen local, el Síndic de Greuges -Agravios-) pero también susceptibles de atizar la indignación colectiva.

En cualquier caso, la sentencia significará (y de aquí su efecto disgregador) el entierro de varios mitos sostenidos hasta ahora por el catalanismo bienpensante: el primero, la creencia que la relación entre Cataluña y España se basaba en un pacto cuya expresión era el Estatuto. Esta era una idea recurrente tanto en la época de Convergència con relación al Estatuto de 1979 como en los discursos del presidente Montilla con relación al Estatuto vigente desde el 2006. Y lo que recordará la jurisdicción constitucional es que España no es parte contratante de nada sino el sujeto único de soberanía que impone su orden jurídico y político de forma unilateral. Esto que ya sabíamos, pero que la retórica institucional desde la Transición difuminaba para esconder el conflicto y la profunda indignidad que significa vivir en un sistema político que la mayoría de los catalanes no aceptaría, quedará expresado con toda su crudeza. Se evidenciará que las relaciones entre Cataluña y España no son fruto del acuerdo sino de la dominación de una parte sobre la otra.

El otro mito que quedará desacreditado será el de la confianza en que algún día España ajuste su orden constitucional a la realidad plurinacional que lo integra. La voluntad de imposición de la nación mayoritaria sobre las otras pesa más que la defiende su diversidad, tanto que la mayoría de los magistrados del Tribunal Constitucional están dispuestos a refregar el uniformismo nacional aunque esto ponga en peligro la unidad del Estado. La gran paradoja, sólo explicable desde los rincones más oscuros de la visceralidad política, es cómo en la prepotencia en la defensa de la unidad se abre la puerta a su destrucción.

Será magistral ver cómo la sentencia llegará mientras los municipios esten celebrando sus consultas sobre la independencia, sea el 13 de diciembre, en febrero o el 25 de abril, y todavía será más interesante constatar como, después del juicio, el hito político del próximo ciclo ya no pasará ni por nuevas reformas estatutarias, ni por reformas constitucionales, ni por artículos 150.2, sino por cómo y cuando se convoca el referéndum nacional.

Publicado por Avui-k argitaratua