Deconstrucción del Estado

Tras más de siglo y medio, 24 presidentes, 4 reinados, 4 golpes militares y 3 dictaduras, el Estado español es fallido: ha sido incapaz de construirse a sí mismo

LA aplicación del pensamiento del peculiar filósofo argelino-francés Jacques Derridá (1930-2004) a la política no es nueva. Varios teóricos han tratado, con mayor o menor éxito, de trasladar la práctica filosófica de Derridá -por la que se desnuda de razón a conceptos e ideas a través de desmenuzar sus procesos históricos- a ideologías, sistemas, regímenes y acciones políticas. Sin embargo, en pocas ocasiones a lo largo del último medio siglo, es decir, desde que Derridá acuñó el término deconstrucción, éste ha podido aplicarse y explicarse mediante hechos concretos tan evidentes como los que tienen al Estado español por escenario en estos inicios del siglo XXI.

El Estado afronta -no sólo en esta última década, pero sí con más rotundidad que en las precedentes- el resultado de no haberse logrado constituir en lo que en términos falangistas se denominó la «unidad de destino en lo universal» tras emplear cinco siglos, desde los Reyes Católicos, en el frustrado proceso de extender la idea de España a las sociedades de territorios que el Estado ha pretendido integrar como propios. Ese tránsito ha llegado mucho más lejos, o al menos así lo parece, en otros estados centralistas europeos como Francia e Italia o en estructuras mucho más federales como las de Alemania, Suiza o Bélgica pese a que en todos los casos subsisten conflictos de identidad, en el caso belga incluso muy acusados. España, además, tampoco ha logrado aprovechar su última oportunidad de crear un armazón que, permitiendo suficiente libertad a las naciones y pueblos a los que el Estado enmarca, evite o palíe el asentamiento de una preexistente y enraizada oposición ideológica a su idea de la uniformidad. Así, los aires de desafección en Catalunya por el desencantamiento autonómico a raíz de los recortes del nuevo Estatut y la más que previsible sentencia contraria al mismo por un tan desacreditado como deslegitimado Tribunal Constitucional, así como la resistencia de la mayoría social vasca -que se remonta incluso a mucho antes de la propia idea de España- a considerar siquiera la subordinación de su cultura, su identidad y sus tradicionales estructuras de gobierno a otras que se autoconsideran superiores son sólo las evidencias más nítidas de un problema, la no consolidación de la idea de España, que se extiende también, con diferentes características, a otros territorios y sociedades del Estado.

En ese problema ha tenido una incidencia rotunda la misma concepción absolutista de las monarquías españolas, mientras han estado reinando, los resultados de las guerras de sucesión monárquicas, las constantes dictaduras o dictablandas que han jalonado a éstas y aquéllas durante el último siglo y medio y, sobre todo, sus modos. No sólo han sido ineptos para ofrecer a esas sociedades y territorios una idea atrayente de España como Estado, sea federal, asimétrico o central y unitario, sino que únicamente han sabido utilizar la fuerza y la represión, armada, institucional, judicial o las tres conjuntamente, del resto de las sensibilidades nacionales en el frustrado intento de exacerbar la identidad española. En resumen, el Estado español no ha sido capaz de construirse a sí mismo.

Ya veintiséis años antes de la derogación de los fueros en 1876 tras el llamado Abrazo de Bergara y casi tres décadas antes de que se aprobara el primer decreto del Concierto Económico para evitar las consecuencias inflamantes de aquella derogación por la fuerza; España, por entonces un imperio en decadencia bajo la regencia de Espartero, se veía dividida en cuatro partes distintas que Francisco Jorge Torres Villegas, en su Mapa Político de España 1850, diferenciaba claramente: la España Uniforme, que comprendía las 34 provincias de la corona de Castilla y León, incluyendo Galicia y Andalucía; la España colonial, que se reducía ya a las Antillas y las Filipinas; la España incorporada o asimilada que incluía las provincias de la corona de Aragón, con Catalunya, los Países valencianos y Baleares; y finalmente lo que Torres Villegas denominó España foral, es decir, Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa. Los propios términos utilizados denotaban ya tanto el asentamiento histórico de los que hoy se denominan hechos diferenciales y se han convertido en reivindicaciones nacionales como la incapacidad de España para llevar a efecto su idea de unidad estatal. En el caso de Euskal Herria, además, reconocía explícita y contrariamente otra unidad, ahora fracturada: la de los cuatro Territorios Históricos de Hegoalde.

Hoy, 159 años después y tras los gobiernos de Narváez y O»Donell con Isabel II, Prim con Serrano de regente y Amadeo de Saboya, la Primera República con las presidencias de Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, el golpe del general Pavía que devolvió al poder a Serrano, el de Martínez Campos y Primo de Rivera que colocó en el trono a Alfonso XII y permitió la alternancia de Cánovas y Sagasta en el poder, tras los gobiernos de Maura, Moret y Canalejas, de Dato, el golpe y la dictadura de Primo de Rivera, los gobiernos conciliadores de Berenguer y Aznar, la II República con Alcalá Zamora primero y Azaña después, el golpe militar de Franco, la Guerra del 36 y los cuarenta años de dictadura, la Transición y los ejecutivos de Adolfo Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González, Aznar y Rodríguez Zapatero, apenas han cambiado un par de detalles: la España asimilada de Francisco Jorge Torres Villegas aspira cuando menos a un sistema similar a la foralidad y aquella España foral, que hoy es gobernada por constitucionalistas tanto en la Comunidad Autónoma Vasca como en Navarra, se resiste a ser convertida, por el contrario, en asimilada, mientras en ambas sociedades se desarrolla, como respuesta a la pertinaz resistencia estatal a sus derechos, una necesidad mayoritaria de acceder a su propia capacidad de decisión política. Es decir, después de siglo y medio, veinticuatro presidentes, dos regencias, cuatro reinados, cuatro golpes militares y tres dictaduras más o menos férreas, el Estado español sigue sin cuajar y ni siquiera ha avanzado -sino al contrario- en el intento. Más claramente, la idea, el concepto, de la España uniforme no se sostiene en la realidad social.

Ahora bien, hecha la deconstrucción del proceso histórico que encierra dicha idea, dicho concepto, de España como la unidad política y social que defienden hoy los partidos de ámbito estatal bajo el paraguas de una lectura interesada de la Constitución y la manipulación política del órgano que la interpreta, el Tribunal Constitucional; cabe preguntarse por el futuro inmediato de esa misma idea. Y únicamente se adivinan dos horizontes. Uno, que las fuerzas sustentadoras del Estado español -y no se trata precisamente, o exclusivamente, de las fuerzas políticas- comprendan, por fin y por primera vez, que la homogeneización y uniformización cultural y política de todas las identidades que pretenden amalgamar bajo una estructura estatal es imposible y diseñen un modelo de relación diferente. Otro, a la vista de la experiencia mucho más factible, que sigan sin comprenderlo y contribuyan, de este modo, a un nuevo crecimiento inmediato y también a medio plazo del nacionalismo que la propia España denomina periférico y que conllevaría un cuestionamiento si cabe más profundo del Estado.

Al respecto, la ya demasiado retrasada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, si finalmente se produce, se convertirá en todo un análisis genético de lo que se avecina. Del sentido de ese fallo depende que las sociedades de Catalunya, pero también de Euskadi y quizás de otras naciones, otorguen aun a regañadientes una nueva oportunidad de reconfiguración del Estado a un modelo avanzado de estructura política que recupere el espíritu de libertades con que dichas sociedades iniciaron la transición y permita la plurinacionalidad hasta sus últimas consecuencias. Si, por el contrario y como se adivina, el TC restringe aún más la libertad que esas naciones pretenden para decidir por sí mismas, el Estado español mantendrá también en el siglo XXI su deriva por el proceso deconstructivo para llegar a la idea que originó el planteamiento de Derridá y que el filósofo alemán Martin Heidegger había definido anteriormente con una palabra: destruktion.

Publicado por Deia-k argitaratua