La ruptura democrática

Estamos tocando unas elecciones que todo el mundo considera trascendentales para el futuro del país. El caso es que no tan sólo elegiremos gobierno para cuatro años más sino que con el voto apuntaremos mucho más allá. En este contexto, es lógico que se tema que el mapa político quede alterado por las consecuencias de estos años de desafección hacia los ciudadanos por parte de los políticos. Pero esto es poco comparado con la ilusión –quizás exagerada– con que otras esperan la expresión electoral de las últimas señales públicas de una mayor ambición nacional. En consecuencia, los resultados son más inciertos que nunca. Y es por eso que cada partido busca apresuradamente su nueva posición en función de la lectura que hace de la actual realidad social y política catalana. Porque, si en algo hay acuerdo, también, es que los tradicionales ejes de la política catalana –lo nacional y el ideológico– han movido su punto de cruce: la abscisa nacional ha puesto su punto cero más cerca de la independencia, y la ordenada ideológica, debido a la crisis económica, presenta más disgregación que nunca. La centralidad política del 2010 ya no está donde estaba en 2006, y saber leer bien la realidad determinará los resultados.

Aun así, en estas elecciones habrá un nuevo desafío que complicará mucho las estrategias electorales de los partidos. Estos, además de situarse en las coordenadas nacionales e ideológicas, tendrán que decir si dibujan el horizonte de plenitud nacional de los catalanes dentro del marco constitucional español vigente o si lo sitúan más allá de esta frontera. Ante este envite, ya sabemos que la posición más conservadora será la del PSC, que, tal como anunció el presidente Montilla en su discurso de Fin de año, se piensa mantener estrictamente dentro de los compromisos de lo que quede del Estatuto del 2006 tras la sentencia del Tribunal Constitucional. Por su parte, ICV sigue saliendo por la tangente al insistir en la propuesta de un modelo federal y plurinacional que España, una y otra vez, se ha cansado de hacernos saber que no piensa aceptar y que, de todos modos, la Constitución no lo permite. Dejamos de lado al PP, a quien el Estatuto del 2006 le va grande y, por lo tanto, sólo puede hacer una propuesta nacionalmente reaccionaria. Queda ERC, que bajo la dirección sólida de Puigcercós parece dispuesta a enmendar errores del pasado reciente en relación con las expectativas que había creado el 2003. Y, finalmente, tenemos a CiU, que, ahora que tiene la victoria en las manos, se tendrá que encarar sin escapatoria posible con el dramático dilema que siempre ha ido aplazando: además de volver al gobierno, ¿aspira a llevar a Cataluña a la independencia, o no?

Dicho en otras palabras, la agenda electoral del 2010, además de la crisis de confianza en los partidos, de la crisis económica y de la crisis de la gestión de un Estatuto que con tres años de vida ya presenta señales de fatiga en sus materiales, tendrá que incluir el debate sobre la necesidad de una imprescindible ruptura democrática con el orden constitucional español en el caso de querer atender a las demandas de una vía hacia la independencia. La novedad, desde mi punto de vista, es el amplio convencimiento que dentro del actual marco constitucional español ya no hay más camino por recorrer. El Estatuto no es “un horizonte para toda una generación de catalanes”, como nos decía el presidente Montilla, sino un corsé y, para muchos, el pozo donde se ahogarán todas las ambiciones.

Las ambigüedades que se sostenían en la confianza de un posible avance en el autogobierno sin tener que mencionar el nombre de la estación final, no se podrán mantener por más tiempo. Y esto vale, en primer lugar, para los partidos soberanistas. Para ERC, porque si quiere plantear seriamente una consulta formal sobre la independencia, tendrá que decir como piensa producir la ruptura con una ley de referéndums cuyas preguntas tienen que tener el visto bueno de Madrid. Para CiU, porque si sale con la promesa del concierto económico, también hará falta que diga como producirá la ruptura necesaria con el reciente pacto estatutario, la Lofca, la Constitución o, en último término, el Tribunal Constitucional, que lo hacen imposible. Pero también vale para el PSC o para ICV, porque tendrán que decir bien claramente si piensan poner límites a la mera posibilidad de dejar expresar unas aspiraciones democráticamente legítimas, aunque no las compartan o incluso las combatan. ¿Hasta donde llegará la responsabilidad democrática de su compromiso con Cataluña? ¿Sabrán ser tan democráticamente rigurosos como lo son los partidos laborista o conservador en Escocia, que no quieren la independencia pero respetan el referéndum que propone el SNP?

Es en este marco donde es necesario que en las próximas elecciones haya ofertas políticas electorales que planteen, con toda claridad, la vía de una futura ruptura radicalmente democrática con el marco constitucional español. Porque ahora ya sabemos –y el Tribunal Constitucional no tardará en certificarlo– que dentro de la Constitución de 1978 no se puede hablar democráticamente de todo. Y por lo tanto, no nos podemos engañar: sin ruptura no hay más futuro que el presente de ahora, que el ir tirando de siempre, que la instalación en la nostalgia de la nación que nunca llegaremos a ser. Se puede entender que haya partidos que sientan la llegada de las nuevas ofertas rupturistas como una amenaza y que se defiendan con argumentos tan capciosos como los de una perniciosa fragmentación del voto soberanista o con la banalidad de que la política es demasiado complicada para noveles. Porque es notorio que se trata de excusas: que revisen críticamente quién dividió el voto soberanista cuando más falta hacía la unidad, o que recuerden cuántas veces –todos– han pedido de hacerse una foto con el líder que ha sabido gestionar con éxito empresarial y con resultados deportivos un mundo tan complejo y global como el del fútbol.

Los ascos a las ambiciones políticas de Carretero o Laporta, desde mi punto de vista, son más resultado de la resistencia a la necesidad de encararse a las propuestas rupturistas que anuncian que no del temor a la pérdida de votos. Para decirlo claro: el recurso a la imagen de los “falsos atajos” para descalificar el independentismo no es mucho menos ético que las acusaciones de “mesianismo” o de presunta incompetencia a un ciudadano que expresa el deseo de dedicarse a la política después de haber demostrado un alto compromiso, en situaciones muy delicadas, por la libertad del país. Vuelve el viejo dilema de la ruptura democrática, pues, y esta vez no deberíamos aceptar más transiciones fraudulentas.

 

Publicado por Avui-k argitaratua