La rara unidad catalana

Hace poco, pasaron por un canal de televisión la película Alatriste, basada en las novelas de Arturo Pérez-Reverte sobre un veterano de los tercios de Flandes. En una de las escenas del filme, aparece el conde duque de Olivares hablando con Diego Alatriste. El poderoso hacedor de la política imperial se lamenta amargamente de que portugueses y catalanes se levanten contra el rey. Aquella breve pincelada histórica me pareció de lo más irónica teniendo en cuenta la situación actual de España, con un Tribunal Constitucional pendiente de emitir sentencia sobre el Estatut de los catalanes, los descendientes de aquellos que, a mediados del siglo XVII, plantaron cara a los deseos de la Corte de poner fin a fueros y costumbres particulares de un pueblo que era y se sentía distinto a Castilla. Al cabo de unos días de la emisión de Alatriste, el presidente de la Generalitat envió una carta a 201 entidades en la cual, y a propósito del editorial conjunto de la prensa catalana sobre la defensa del texto estatutario, afirma que “una vez más, la unidad social y cívica de la sociedad catalana se ha manifestado con total firmeza, generando un sentimiento colectivo de afirmación confiada y positiva”. En su misiva, Montilla añadió algo de sentido común, que todos los dirigentes del mundo pueden suscribir: “La unidad nos hará fuertes”.

La apelación a la necesidad de unidad es una constante de la historia del catalanismo pero se ha concretado muy pocas veces en la realidad. De hecho, sólo dos veces de una forma clara: a principios del siglo XX, con la creación de la Solidaritat Catalana, que rompió de manera espectacular la lógica caduca de la Restauración y, a principios de los años setenta, con la Assemblea de Catalunya, el organismo unitario de oposición que marcó los ritmos de la contestación a la dictadura en los últimos tiempos de esta. Cuando Tarradellas apareció en el balcón de la Generalitat, el 23 de octubre de 1977, tras un largo exilio, además del famoso “Ja sóc aquí“, dijo que el país debía “hacer más fuerte que nunca la unidad que hemos construido en las horas difíciles de nuestra lucha, y nos ha llevado al triunfo”. El refranero nos va de perlas aquí: “De lo que se carece se habla”.

Los políticos catalanes pronuncian la palabra sagrada, “unidad”, pero no hacen mucho por lograrla. “Fets, no paraules” rezaba un eslogan reciente.

Volvamos a la época del capitán Alatriste de la mano de los expertos. El prestigioso hispanista inglés John H. Elliot, en su monumental y clásico estudio The revolt of catalans. A study in the decline of Spain (1598-1640), da las claves fundamentales para entender el problema que lastra, hoy como ayer, la ambición de la sociedad catalana a la hora de respetarse a sí misma y oponerse a los continuadores de la misión que Olivares emprendió, que Felipe V creyó conseguir mediante la victoria militar, que dos dictaduras no lograron concluir a plena satisfacción, y que la transición encauzó sólo a medias. La cita es larga pero vale la pena: “La revolución portuguesa triunfó primordialmente porque la clase dirigente del país demostró estar bien unida en el momento de la decisión, viendo en la independencia nacional una oportunidad de adoptar una nueva política económica que podría permitir al país llevar a cabo su programa económico con más eficacia que si hubiera estado sometido al dominio español. La clase dirigente catalana no estaba unida, y en los años de la década 1640 el Principado carecía de las oportunidades económicas que le hubieran podido permitir tomar un nuevo rumbo. Si, como parecía probable, la mejor esperanza para el futuro de Cataluña consistía en asegurarse una participación en el comercio americano, esto más probablemente se podría llevar a efecto mediante la continuación de la asociación política con Castilla antes que mediante una ruptura total. Como resultado de todo ello, hubo desde el comienzo de la revolución una incompatibilidad fundamental entre las aspiraciones políticas del país y sus necesidades económicas reales, que no se producía en Portugal”.

Dejo al buen juicio del lector establecer, con todas las evidentes distancias cronológicas que sean menester, los paralelismos entre ese tiempo lejano y nuestro rabioso presente. En todo caso, anotemos que la actual globalización económica y cultural ya ha roto, felizmente, eso que el mismo Elliot describe como el dudoso papel de una burguesía catalana “esencialmente provincial, encerrada en su propio rincón mediterráneo” que “tendía a ver la revolución política como una molestia posiblemente inevitable pero a la vez mal recibida, dentro de su fórmula tradicional de vida”. El hecho es que, mientras Portugal alcanzaba su soberanía al derrotar a las tropas españolas en Villaviciosa, el 17 de junio de 1665, Catalunya quedaba sujeta a Castilla y, además, una parte de su territorio pasaba a Francia. A partir de 1640, los catalanes -subraya Elliot- tomaron conciencia de España como comunidad política. Y, más tarde, en 1714, constataron que tal comunidad se construía y se afirmaba contra toda nación preexistente, eso que hoy -siglos después- se ve como “una anomalía”, que el TC debe contribuir a eliminar.

¿Unidad catalana? Búsquenla ustedes, si quieren, en la desembocadura del Tajo -el Tejo de los admirados portugueses- o en la luna de Valencia. Nuestros primos tuvieron el liderazgo del duque de Braganza y nosotros una Diputación Catalana debilitada por las pugnas internas. ¿La historia se repite? Ustedes, dirigentes políticos, económicos y sociales de Catalunya, tienen hoy la última palabra.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua