La hora de los nombres

«Hemos vivido para salvaros las palabras» decía el poeta Salvador Espriu. Y damos gracias porque hemos tenido muchos hombres y mujeres que nos han salvado las palabras, y es por eso que seguimos hablando como hablamos y no como a los imperialistas les gustaría. Pero las palabras también pueden salvarnos o condenarnos a nosotros, en función del uso que hagamos y los significados que aceptemos.

 

Durante décadas nos han embaucado con las denominaciones. Algunas de las que nos han endilgado han sido -eso sí- más vivarachas que otras. Han conseguido -por ejemplo- que el término nacionalista se aplique a personas y organizaciones que quieren más libertad y autogobierno para sus pueblos, que no tienen Estado. Y -estrictamente- habría aplicarlo, con mucha más propiedad, a los que -poseyendo un Estado- imponen su criterio, sus reglas y su cultura a los pueblos que no lo tienen. Este nombre-trampa nos lo hemos tragado con plumas y todo.

 

Otros no han triunfado tan claramente. Es el caso del término ‘no-nacionalista’, que sólo se le autoaplican ellos, los que son rabiosa, furibunda y ostentosamente nacionalistas de la nación española. Los mismos que izan una bandera tan grande que ni siquiera se les levanta, en perversa metáfora de la impotencia de una actitud tan prepotente, que les nubla la vista a la hora de analizar una realidad que resiste tozudamente las quiméricas pretensiones de unos imperialistas de pacotilla venidos a menos.

 

Y ahora, al menos en Catalunya, viene un periodo en que habrá que decir de nuevo el nombre de cada cosa. Y será muy importante que lo hagamos correctamente, con conocimiento. En las próximas elecciones (a estas alturas, el presidente Mas aún no las ha convocado) habrá un eje tan central que será inevitable. Los partidos concurrentes deberán posicionarse con respecto a la independencia.

 

Esto conformará dos bloques bien claros, los partidarios y los contrarios. Los primeros, serán llamados -por los demás- separatistas o secesionistas, pero no tengo ninguna duda de que la denominación que hará fortuna será la de independentistas. Un nombre bien ajustado, considerando que es eso lo que pretenden: la independencia.

 

Es el otro bloque lo que merece una etiqueta igualmente descriptiva. Ellos se autoproclaman unionistas (o quizás encontrarán algunas otras etiquetas más favorables). Y no lo son. No son unionistas porque no es la unión lo que buscan ni pretenden. Una unión se puede dar entre dos iguales, y no es eso lo que proponen los partidos sucursalistas. Ni los que tienen sede en Cataluña ni los que actúan directamente desde Madrid.

 

¿O es que la pretensión de la profesional de la política Rosa Díez de ocupar militarmente Cataluña generaría mucha unión? ¿Una nueva masacre de civiles en Barcelona, como la de 1714 o la de 1939 sería una buena forma de unirnos más? ¿Ya sea entre nosotros o con los españoles? Y no es la única que lo dice, ni mucho menos la única que lo desea.

 

El denominador común de todos estos partidos no es la unión sino la dependencia. Lo que pretenden es que Cataluña continúe siendo dependiente de España. Que los gobiernos españoles, que residen en Madrid, puedan hacer y deshacer, negar competencias, impugnar leyes, pasar cepillos (y reírse abiertamente), o dinamitar sistemas educativos cuando les venga bien. Y eso no tiene nada que ver con ningún tipo de unión, sino con dominación y supremacismo.

 

Así que, hagamos el favor de no cometer los mismos errores. Apuntemos bien a la hora de acuñar o aceptar etiquetas. Y si hablamos de partidos independentistas, hagámoslo también de partidos dependentistas o sucursalistas. Tienen todo el derecho de argumentar y defender sus posiciones políticas. Lo mismo que tenemos nosotros a otorgarles un nombre capaz de reflejar inequívocamente la esencia de sus propuestas, que es la defensa de los privilegios alcanzados ‘manu militari’ por Castilla y el mantenimiento de la posición subalterna de Cataluña respecto a España.

 

Allá ellos, porque tal como van las cosas, defender electoralmente un ‘¡Viva la esclavitud!’ -lo pinten como lo pinten- no parece cosa fácil. Los partidos de la dependencia deberán disputar (y espero que lo hagan con ferocidad) este espacio del sucursalismo que, si todo va bien, será la última vez que aparezca en unas elecciones catalanas. Porque no hay ni un solo caso en la historia de ningún pueblo que, después de haber alcanzado la libertad, haya querido volver a ser dependiente de otro.

 

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