Cautivos

Que hoy se cumplan tres cuartos de siglo desde el final de la Guerra Civil es señal de que el tiempo va más rápido que la sociedad y la política. Todavía muchos españoles cautivos de la justificación amparan en petit comité aquella carnicería desencadenada tras el golpe de unos militares. Este 75 aniversario es un momento oportuno para que se informen mejor.

Franco se nos hizo dictador con la jeta de haber ofrecido en su manifiesto golpista paz, amor, libertad y fraternidad. Ganada la guerra -la victoria más limpia según un manual de Formación del Espíritu Nacional-, se instaló en El Pardo para no mudarse y abrió un despacho hasta arriba de papeles, legajos y carpetas, como reflejan algunas imágenes verdaderamente sorprendentes. De haber vivido la señora Bahamonde, le hubiese dicho a su hijo que en esa maraña de informes era imposible trabajar, y que si la lucecita del despacho la tenía encendida día y noche sin misericordia para consigo mismo, era porque en esa leonera las horas no le cundían.

Bromas aparte, la pesadilla habitó en El Pardo, pero pretendió extenderse a cada hogar. «Todos los españoles tenemos el deber de imitar a Franco» decía el primer nodo en enero de 1943. «Si queremos ser dignos de esa redención y honrar a quien nos ha redimido, todos los españoles debemos hacer estas tres cosas: pensar como Franco, sentir como Franco y hablar como Franco», escribió Luis de Galisonga en La Vanguardia (entonces Española) el 9 de junio de 1939. «No hay redención sin sangre, y bendita mil veces la sangre que nos ha traído nuestra redención», diría Franco en 1946.

España se llenó de Franquitos; personajes y personajillos miserables que convirtieron su fanatismo en el destino, el miedo o el sufrimiento de los demás. Pasaron décadas hasta que Franco apuntó con su dedo al Rey, y bastantes años más hasta que, por una mezcla de ilusión y temor, Juan Carlos quedó refrendado en una Constitución que lo atornilló como garante. Es decir, que en dos zancadas, de 36 y 39 años respectivamente, saltamos del final de la guerra al final de Franco, y de la muerte del dictador a este presente declinante en la Jefatura del Estado.

Por cierto, qué bonito sería que precisamente ahora, el Rey dijera alguna palabra, no digo malsonante, pero sí un poco crítica sobre su mentor. Han pasado una porrada de años como para escucharle a Juan Carlos un reproche. No caerá esa breva. Tampoco lo hizo Suárez ni retirado de la vida pública, y los parabienes tras su fallecimiento han sido ciclópeos. Media vida desde el final del franquismo; los restos de Mola siguen en la plaza Conde de Rodezno, y los de Franco en Cuelgamuros como un faraón, mientras tantas cunetas están por identificar. Ya sé que a algunos les molesta leer en 2014 una crítica a Franco, porque hace mucho que nos dejó y el pobrecito no se puede defender. En el franquismo no podías criticarle por miedo, y a partir de los ochenta ya resultaba inoportuno. Ahora, en pleno siglo XXI, te siguen endosando el pufo de que reabres heridas. Precisamente por haber pasado ya casi cuarenta años desde su muerte, podríamos consensuar de una vez por todas, hayamos corrido o no delante de los grises, que Franco fue un impresentable y no un patriota ni un «gran español», como le calificó Fraga en 1979. Peras al olmo a quienes automáticamente te acusarán de revanchista.

Han transcurrido 75 años del final de una guerra que fue exaltada durante cuatro décadas, y que tanta brutalidad liberó. Pero como España es estupenda, Franco murió un 20 de noviembre, los españoles lo aceptaron virilmente entre esa mañana y esa tarde, y el 21 comenzamos a reconciliarnos. Que el pueblo español es así de maduro, gallardo y sano. Y ya reconciliados, mejor no remover el pasado, seguir con las Francopesetas, las estatuas y parte del callejero, como por ejemplo, las calles General Queipo de Llano, el criminal que entre otras lindezas alentó a violar a «las mujeres de los rojos». «Dar patadas y berrear no las salvará», les amenazó en los micrófonos de Radio Sevilla. Busquen, busquen en Google, y encontrarán también que Ruiz Gallardón renovó en 2012 el marquesado de Queipo de Llano al nieto de este animal.

Salvo en la época de Zapatero no ha habido voluntad profunda de reparar las consecuencias reparables del franquismo, ni con los centristas ni con los felipistas, valga aquí la redundancia; ni con Aznar ni con Rajoy. Que haya abuelos que se mueran sin apoyo ni reconocimiento en la búsqueda de sus desparecidos debería provocar insomnio a más de uno, pero, vista la que está cayendo para con la gente mayor en materia económica, está visto que los ancianos importan un rábano. No hay voluntad real de cerrar este problema, como ha reflejado Naciones Unidas, con un Gobierno encabezado por quien hace años ventiló esta cuestión en el marco de las cosas que no importan a nadie, en una demostración de profundidad, ética y concordia con las que de vez en cuando nos obsequia Rajoy.

El 75 aniversario del final de la guerra es también una estupenda oportunidad para que el papa Francisco diga algo del papel de Pío XII, ya que la Iglesia ha ido beatificando mártires y tiene fresca la contienda. O para que hable sobre el cardenal Gomá, o sobre los obispos españoles de entonces. Momento precioso también para que desde el otro lado, trotskistas, leninistas, anarquistas o maoístas eleven la autocrítica, que algún lamparón desde un punto de vista democrático digo yo que todavía tendrán que admitir. Por cosas que defendieron, por cosas que callaron. Así como existe la ultraderecha, hay una ultraizquierda, y así como existe una derechona, hay una izquierdona, aunque mande mucho menos.

El franquismo hubiese sido surrealismo puro de no haber sido tan real. Un violento que hace pantanos no deja de ser violento. Una dictadura, precedida de un golpe de Estado y una guerra, nunca se puede calificar de «gobierno pacífico». Aunque Dalí se hiciese amiguico del dictador, y el Seiscientos ahora tenga su encanto. Aunque en esa época viviesen nuestras abuelas y nuestros padres rezumaran juventud. Fue un tiempo globalmente triste, repleto de ruindad y miseria.

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