Convicciones y agresividad

El 27 de diciembre de 1831, Charles Darwin, un joven que se mareaba navegando, embarcó en el Beagle, dispuesto a emprender un viaje que no sabía que duraría cinco años y cambiaría nuestra visión del mundo. Su padre, que no entendía qué manía le guiaba, le dijo: «Lo único que te gusta es tirar disparos, criar perros y atrapar ratas. Serás una desgracia para ti mismo y para tu familia». Si finalmente lo dejó viajar es porque le convencieron de que el estudio de la historia natural podía ser adecuado para el futuro que le tenía pensado, el de clérigo.

Al volver, el Charles aún no había dejado de creer en Dios, pero sí en la Divina Providencia.

Perdió la fe en la Providencia cuando descubrió que la selección natural no tiene ninguna finalidad predeterminada. A veces provoca la aparición de organismos complejos y a veces su extinción, y los humanos no somos diferentes de otros animales a la hora de enfrentarnos a la muerte y, a la larga, a la extinción como especie.

Perdió la fe en Dios el día que su hija Annie murió en sus brazos. «No puedo ver con la claridad que quisiera -escribió a Asa Gray- la evidencia de un diseño benevolente a nuestro alrededor. Me parece que hay demasiada miseria en el mundo. No puedo persuadirme de que un Dios benévolo y omnipotente haya creado los gatos para que puedan jugar con los ratones antes de comérselos». Sin embargo, en la última página de El origen de las especies fue muy prudente: «Como la selección natural funciona únicamente por y para el bien de cada ser, todos nuestros atributos corpóreos y mentales tenderán a progresar hacia la perfección». Esta era la idea que tenía presente Karl Marx cuando le envió un ejemplar de ‘El capital’. Darwin le respondió con una nota de agradecimiento en la que le aseguraba que compartían el propósito de aumentar el conocimiento de la humanidad y, así, su felicidad colectiva. Marx se tomó estas palabras como la prueba de sus afinidades. Pero la nota simplemente era el gesto de un inglés educado que nunca leyó ‘El capital’.

Unos años después Darwin recibió en su casa -Down House- a Edward Aveling, un revolucionario que había perdido la fe religiosa leyendo ‘El origen de las especies’ y se había convertido a la fe en la historia leyendo a Marx, el padre de su amante, Leonor. Aveling quería solicitar el apoyo del naturalista para publicar un texto divulgativo sobre la selección natural titulado «The Students’Darwin». Cuando llegó a Down House, se sorprendió al encontrar a su héroe intelectual en compañía del reverendo Brodie Innes. No sabía que eran viejos amigos y que, aunque no compartían la misma visión de la naturaleza, daban más valor a su amistad que a sus diferencias. Aveling se presentó como ateo.

-¿Por qué te consideras ateo?- Le preguntó Darwin, que añadió que él prefería considerarse agnóstico.

Un agnóstico -le espetó Aveling- es un ateo que no quiere perder la respetabilidad, mientras que un ateo es un agnóstico agresivo.

-¿Y por qué hay que ser agresivo?

Al cabo de unos días Darwin escribió a Aveling: «Aunque soy un firme defensor del libre pensamiento, no me siento predispuesto a atacar la religión porque deseo evitar cualquier dolor en los miembros de mi familia».

El término agnosticismo lo había acuñado hacía poco Thomas Huxley, un ferviente admirador de Darwin, precisamente para defender las ideas de éste sin agresividad. Pero, a pesar de sus intenciones, no pudo evitar sacar el aguijón cuando el 30 de junio de 1860 los principales partidarios y detractores de Darwin se reunieron en Oxford, convocados por la ‘British Association for the Advancement of Science’, para discutir sobre la selección natural. Huxley era el portavoz de los darwinianos, mientras que el obispo de Oxford, Sam Wilberforce, lo era de los antidarwinians. Darwin justificó educadamente su ausencia alegando una indisposición. En pleno debate, el obispo dirigió a Huxley una pregunta insultante: «¿Desciende usted del mono por parte de su abuelo o de su abuela?» Huxley se ganó el apelativo de «bulldog de Darwin» con su respuesta: «Vale más descender de un mono que de alguien que utiliza estos argumentos».

Cuando Darwin murió, Huxley consiguió que sus restos reposaran en la abadía de Westminster, cerca de las de Newton. Al día siguiente se pudo leer en la crónica de The Times que las autoridades religiosas habían comprendido que la abadía necesitaba el cuerpo de Darwin más que Darwin la protección de la abadía.

ARA