Desdramatizar la independencia

Uno de los principales obstáculos -si no el mayor- para asumir el desafío independentista de Catalunya viene del hecho de que en el imaginario colectivo todavía están las independencias clásicas de los siglos XIX y XX. Y eso es así tanto entre algunos de los que aspiran a tal independencia como entre muchos de los que la rechazan. De manera que una de las vías para desencallar el desencuentro -díganme, una vez más, ingenuo- sería revisar esta antigua imagen que tenemos de la independencia y reajustarla a las coordenadas propias del siglo XXI. Es decir, se trataría de medir en su justa proporción la magnitud del desafío, según mi opinión, muy menor -y por lo tanto, más al alcance- de lo que unos y otros suponen. Permítanme unas consideraciones al servicio de este reajuste de las expectativas, no fuera el caso que al final estuviéramos convirtiendo en tragedia griega lo que sólo es un cambio modesto en un modelo político atrapado en viejas historias superadas.

Veamos la primera cuestión: si se considera, con toda la razón, que vivimos en un mundo interdependiente donde ya no hay independencias completas, ¿por qué no enriquecer todavía más esta dimensión interdependiente con la creación de un nuevo Estado? Al fin y al cabo, tal como no puede haber internacionalismo sin naciones, tampoco puede haber interdependencia sin independencias. Claro está que también se podría preguntar al revés: ¿hace falta un nuevo Estado si ni las viejas independencias ya no son lo que eran? Pero hay una respuesta clara que hace años dio el economista francés Daniel Cohen en Richesse du monde, pauvretés des nations (traducido al catalán por Proa, 1998). Si la mundialización de los mercados amplía el espacio económico, paradójicamente el espacio político, que es el que tiene que establecer el perímetro de la democracia, se encoge. Es decir, ya no hacen falta grandes estados para garantizar los mercados interiores para los que nacieron. Ahora la política tiene la delicada tarea de garantizar la cohesión social, combatir la desigualdad, proteger al individuo de los abusos del mercado global. Y, como muestran todos los datos, todo eso lo hacen mejor los estados pequeños que los grandes (Finlandia, Dinamarca, Austria…).

En segundo lugar, resulta enigmático -permítanme la ironía- saber por qué un Estado como el español no nacionalista defiende con tanto ahínco su integridad territorial y la unidad de la nación. Sigo con la ironía: se podría entender que el nacionalismo catalán, medieval, tribal, de vuelo gallináceo, reclame su propio Estado. Pero, y la España no nacionalista, ¿qué problema ve en prescindir de unos inquilinos tan incómodos? Alguien malpensado podría imaginar que es por interés económico, o al contrario, por un gesto generoso destinado a evitar que los catalanes se estrellen. En cualquier caso, seguro que no tiene que ver con herir un orgullo nacional español pasado de moda… Dejemos las ironías. Si los grandes nacionalismos identitarios -aquellas “identidades que matan” de las que hablaba Amin Maalouf (La Campana, 1999)- son tan nefastos, ¿por qué impedir la fragmentación de los que quedan como resultado de viejas victorias y derrotas militares? ¿Por qué no nos convertimos en un mosaico de naciones cívicas conviviendo pacíficamente?

Se puede sostener, en tercer lugar, que si la UE invierte tantos esfuerzos en borrar fronteras, por qué íbamos a querer crear otras nuevas. Pero este es un argumento que sirve también en sentido contrario. Si la UE borra fronteras, ¿por qué pensar que un nuevo Estado de Europa creará aquello que ya no tienen los que están? Esta cuestión tiene una derivada aún más interesante. La actual Europa, sometida a una profunda crisis institucional que se disimula por las consecuencias graves que tendría admitirla abiertamente, sólo tiene un verdadero horizonte futuro: su transformación en unos Estados Unidos de Europa, de entre 35 y 40 miembros. De modo que el desafío independentista catalán lo tiene España, sí, pero en una perspectiva más larga, no hace otra cosa que señalar el verdadero futuro de una UE renovada y ayudará a precipitar un debate que no se puede aplazar indefinidamente. No sería un disparate decir que se trata de una nueva independencia al servicio de la definitiva unidad europea.

¿Qué sentido tiene fragmentar a los viejos estados si el proceso actual es el de la unificación? Es uno de los argumentos más estimados del presidente Rajoy, y también me hacía esta pregunta hace pocos días un periodista extranjero. Mi respuesta, irónica, fue: “¡Primera noticia! No sabía que hubiera conversaciones entre España y Francia para unificarse, ni entre Austria y Alemania, ni ningún otro caso”. Y no hay tales conversaciones porque, actualmente, las políticas más adelantadas de colaboración territorial ya no recurren a los acuerdos entre viejos estados sino que se determinan en función de nuevas redes definidas en torno a intereses específicos: el margen de un río; un área económica geoestratégica; un desafío ambiental compartido; el tejido de puntos dispersos constituidos por ciudades con objetivos comunes, entre otros. Una Catalunya independiente estaría sometida a las mismas exigencias de renuncia a una estatalidad fuerte en beneficio de estas nuevas áreas como son el arco mediterráneo o el espacio determinado por el uso de una misma lengua, y que algunos denominamos, muy enfáticamente, Països Catalans.

En definitiva, si la independencia ya no es lo que era y alguien puede considerar un capricho quererla, ¿no es también una rara tozudez oponerse si hay una mayoría que, en caso de poder expresarse democráticamente, dijera que quiere asumir el riesgo? ¿Por qué convertimos en tragedia aquello que sabemos que, en el siglo XXI, tiene consecuencias tan limitadas?

La Vanguardia