El 9-N empieza la Edad Media

La última gran humorada que Jorge Moragas o José Manuel García-Margallo han escrito a Mariano Rajoy tiene que ver con un regreso repentino de Cataluña a las tinieblas de la Edad Media. Ríete tú de aquellas máquinas teletransportadoras de la ciencia ficción, que si te equivocabas de botón podías acabar en el Egipto faraónico, o incluso perseguido por un dinosaurio… El tándem Moragas/Margallo está consiguiendo elevar a la categoría de género cómico las comparaciones del proceso catalán con cualquier cosa. ¿El 9-N nos lleva sin remedio a la Edad Media? ¿Hablar de identidades nacionales que reclaman un Estado propio es medieval? La manera específicamente moderna de estar en el mundo en términos políticos, y de significar algo en el contexto internacional, se llama hoy Estado. El Estado tendrá sentido mientras no se extinga el proyecto político moderno, nacido en 1648 con el Tratado de Westfalia, que tenía como trasfondo el proyecto filosófico y científico de la Modernidad. En un mundo donde esta identidad sigue siendo fortísima, resulta perfectamente razonable querer mantenerla, en general a través de un Estado nacional. De hecho, es el Estado el que en numerosas ocasiones ha generado las identidades nacionales de la mayoría de países surgidos de contextos postcoloniales, y no al revés. A fecha de 2014, las cosas siguen siendo así. La posmodernidad exacerbó ciertamente el individualismo, la inflamación del yo; pero en términos de política internacional, las reglas del juego siguen siendo exactamente las mismas que las que se hicieron efectivas después de la Segunda Guerra Mundial.

Las identidades prenacionales, en cambio, sí son algo de la Antigüedad o de la Edad Media: el yo o el nosotros medieval siempre quiere decir «yo (o nosotros) como clérigos, nobles, miembros del gremio de zapateros», etc. El yo moderno tiene por fuerza un componente inequívocamente nacional, y eso se ve con mucha claridad justamente en los albores de la Modernidad, cuando todavía se está gestando. Montaigne, por ejemplo, oscila entre un yo postantiguo (en curiosa expresión de Hugo Friedrich) cuando utiliza el sujeto «nuevos» refiriéndose a los romanos, y un yo moderno cuando habla de Francia en un sentido similar a la actual. A estas alturas es improbable, sin embargo, que una persona de Burdeos o de París se sientan sólo herederos del Imperio Romano o consideren que su identidad está basada en la vinculación feudal con un señor o con un gremio de artesanos. Si les preguntan qué son, o de dónde son, o cosas por el estilo, responderán que franceses. Para decir esto no es necesario que sean nacionalistas: simplemente hace falta que se sientan ligados a la propia época, que no es la medieval.

Cuando una sociedad se autopercibe como un sujeto político de carácter nacional no suele renunciar a ello. Los gremios medievales o las confesiones religiosas eran también una forma de identidad colectiva; pero resulta que nosotros somos modernos, es decir, individualidades ubicadas en el contexto de un país, no de un tejido de vínculos feudales. La condición de posibilidad de nuestra visibilidad es aún el reconocimiento nacional, y la única manera conocida de garantizarlo es mediante el Estado. En este punto se suele esgrimir una conocida objeción: la tendencia actual es la integración del Estado nación en entidades más grandes, etc. El argumento, que puede parecer casi obvio, no tiene sentido: la condición de posibilidad de esta integración en entidades supranacionales pasa justamente por ser un Estado. Aunque pueda sonar a paradoja, el caso de la Unión Europea, las Naciones Unidas y otras instituciones internacionales muestra hasta qué punto no existe de momento ninguna alternativa real o viable a las identidades nacionales tal como las conocemos hoy. La UE o la ONU identifican Estado con identidad nacional, lo que, paradójicamente, genera y consolida movimientos secesionistas: para estar en Europa hay que transformar una colectividad en Estado. En caso contrario, no existe como tal.

En la Edad Media no existían movimientos nacionalistas como los conocemos hoy: son un fenómeno genuinamente moderno (no romántico, como dice el viejo lugar común). Cuando una comunidad de personas se percibe a sí misma como sujeto político con una identidad nacional propia suele optar por la configuración de un Estado. No se trata de ninguna manía medievalizante, sino de una actitud que parece razonable: en caso contrario, ese colectivo no tiene presencia en parte alguna, no existe. Todo ello tiene poco que ver con la Edad Media. La próxima vez, pues, tal vez deberían hacer una comparación con el Paleolítico Medio. Ellos se quedarían más descansados y nosotros nos reiríamos más a gusto.

ARA