Carta de una vascoargentina al señor Jiménez

Nací en Buenos Aires, Argentina, en 1943. Mis padres, él bizkaino y ella nabarro gipuzkoana, arribaron en 1942 al puerto de Buenos Aires. Fueron acogidos, ellos y quienes les acompañaron en un singular viaje que duró quince meses y mil vicisitudes, por el gobernador de Buenos Aires, el presidente y varios cargos del Laurak Bat de Buenos Aires, y a toque de txistu y tamboril. En el año 1941 se le había hecho el mismo recibimiento a la nabarra de Lizarra, Aniana Ollo, madre de Manuel Irujo, y a sus hijos y nietos.

No era frecuente este trato a los pasajeros que llegaban a riadas de la Europa en guerra y a quienes Argentina y demás países americanos, acogían con precaución. No solo existió la Isla de Ellis. Los argentinos dispusieron de la isla Martin García para las cuarentenas previstas para los europeos de esos años.

Y es que enero 20 de 1940, Roberto Lizardi Ortiz, presidente de Argentina, descendiente de nabarros, firmó un decreto, el Nº 5344, en el que se otorgaba entrada franca a los vascos, siendo ampliado en julio 18 de ese año, por el presidente Castillo. Era una actitud de abierto favor hacia un pueblo sin Estado, pero del que era valedera la Liga Internacional de Amigos de los Vascos, creada un 16 de diciembre de 1938, por el Gobierno de Euskadi en el exilio de París, que contó entre sus miembros a principales primados e intelectuales de Francia que promovieron apoyo para el exilio de los vascos, que unos cuentan en 170.000 personas, hombres, mujeres y niños, y otros hacen llegar a 250.000.

Estas cosas ayudaron a que los vascos pisaran con dignidad tierra americana. Habían luchado en defensa de la libertad y de su autogobierno, y tras el bombardeo de Gernika, comprendiendo que combatían no solo contra el sublevado Franco sino contra los poderosos Hitler y Mussolini, sus aliados, decidieron su expatriación en 1937. En 1940 con la invasión alemana a Europa occidental, los vascos deciden, por sobrevivencia, acceder a América.

Lo habían hecho antes, no solo durante la colonización española en la que no fueron grupos masivos, sino a mediados del S. XIX, resultado de las guerras carlistas, donde Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nabarra, con ayuda de vascos de Iparralde, hacen una guerra a favor de sus fueros. Una emigración, en este caso importante, derivada de la derrota, se dirige a la Argentina, en menor medida a Chile y Uruguay. De peones de las chacras, en una generación, se convierten en dueños de las mismas y de los saladeros, enviando a sus hijos a las universidades. Ortiz Lizarde y el presidente uruguayo, Juan José Amezaga, son ejemplo de eso.

Pero hubo algo más importante aún que esta reestructuración humana, y es que los vascos lograron impactar a las repúblicas receptoras por su buen hacer. Fueron esos exiliados primeros, sin demasiada distinción de su pueblo de origen, los que fundaron las Eusko Etxeas que en número notable se extienden desde el sur de la Pampa hasta el desierto de Nevada. Y fueron sus nietos los que forzaron a los gobiernos a un recibimiento que no solo incluía la entrada en el puerto, en el caso de Argentina, sino que se entregaba un papel identitario (los exiliados del 37 llevaban el pasaporte del Gobierno Vasco o de la extinta República española, de ninguna validez) y la posibilidad de un trabajo inmediato, tanto en el área del campo y la ganadería, donde habían probado su eficacia, como en la administración, pues de sobra era conocido su buen gestionar. Su honradez. Su palabra de vasco.

El señor Jiménez se va de viaje, ignorante de estas cosas importantes y se fija, con escándalo, en que el escudo de Nabarra aparezca junto a los otros escudos vascos… y me pregunto… ¿por qué no? Primera razón, ellos, residentes en la Argentina por más de tres generaciones así lo quieren, y Argentina, el país receptor, así lo acepta.

En segundo lugar, resulta chocante que el señor Jiménez demuestre carecer de la más mínima sensibilidad para valorar lo que ha supuesto el desgarro humano de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa, Lapurdi, Nabarra y Xuberoa, tras sus guerras perdidas. Pues cada casa vasca en América significa un esfuerzo de lucha contra el desarraigo y la nostalgia, contra la soledad y la pobreza, contra el miedo. Como todo ser humano necesita aferrarse a su raíz, los vascos de los territorios históricos han mantenido la suya con tesón para reunirse a cantar, bailar y dar clases de euskara, idioma común en los territorios históricos, crear ikastolas, formar bolsas de trabajo, ancianatos, cementerios. Todo eso lo ignora ese pasajero ciego que va por tierras ajenas con su billete de regreso en la mano. Los que allí fueron estaban perseguidos por sus ideas, eran reos de exterminio, no tan solo en el Estado español sino, como en el caso de mis padres, en la Europa de Hitler. Ninguno de ellos llevaba pasaje de retorno.

Señor Jiménez… no le pido que lea un libro de Historia, pero infórmese por Internet, donde hay mucho material, del valor y coraje de nuestros antepasados en América, y del reconocimiento que han logrado por ello.

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