«Razones emocionales, emociones razonables»

Desde los tiempos de la Grecia clásica, la tradición occidental se ha mostrado orgullosa de cómo ha tratado el tema de la razón. En sentido amplio, buena parte de los avances científicos y tecnológicos relacionados con ella. Sin embargo y paradójicamente, desde la perspectiva científica actual, la manera en que a menudo se ha pensado la razón en occidente -en términos de posición hegemónica y contraria sobre otros aspectos de la vida humana- muestra aspectos bastante «irracionales». Las neurociencias (ciencias del cerebro) son aquí un punto claro de referencia.

Pensamientos, emociones y sentimientos están vinculados a los cerebros, los cuales, tanto en el caso de los animales humanos como de los animales no humanos son productos de la evolución de la vida en el planeta. Sin embargo, la caracterización más divulgada de los humanos es sólo la de «animales racionales» (una mala traducción de Aristóteles, que más bien hablaba de animales cívicos y de animales con lenguaje).

Las emociones están ahí porque han resultado adaptativas. Nos han permitido llegar hasta aquí. Y esto incluye tanto las emociones que habitualmente se consideran «negativas», como el miedo, la ira, el asco o la vergüenza, como las emociones «positivas», como la empatía, la compasión o la gratitud. De hecho, todas las emociones tienen una base biológica anterior a la humanidad. En algunos casos, muy anterior. Los componentes «racionales» también han resultado adaptativos, pero son mucho más recientes en términos evolutivos. Hoy sabemos que incluso la base de características que hasta hace poco se asociaban sólo a los homo sapiens, como la moralidad o un cierto sentido inherente de «justicia», las compartimos con otros primates y algunos mamíferos.

En el caso de los humanos, Darwin ya postuló el carácter universal de las emociones por encima de las diferencias culturales, así como la predisposición a juzgar acciones como moralmente buenas o malas. A través de contactos variados -amigos y académicos residentes en países no europeos, misioneros, etc.- recogió información sobre las reacciones de diferentes grupos humanos con el fin de comprobar la universalidad básica de la expresión emocional.

A pesar del carácter innato de la predisposición humana a la adquisición del lenguaje (no sabemos con precisión desde cuándo), la imagen actual de la vida es que, como decía Goethe, «en el principio fue la acción», no la palabra. Sin embargo, la cultura occidental ha pensado repetidamente de forma deficiente la relación entre emociones y racionalidad, lo que ha distorsionado cómo los humanos nos entendemos a nosotros mismos. Ha pensado demasiado desde las «palabras».

Platón vinculaba la moral y la justicia a la racionalidad. Sólo una persona racional podía ser justa. Las actitudes éticas racionalistas han considerado a menudo que las emociones debían estar sometidas al dictado de la razón. Emociones y razón han sido vistos a menudo como dos mundos nítidamente separados y situados en una relación jerárquica favorable a la razón.

Hoy las neurociencias nos dicen que las cosas no son así. La búsqueda de las últimas décadas (Damasio, Gazzaniga, y entre nosotros, Morgado, Bufill, Bulbena, etc.) ha dado la vuelta quizás definitivamente a aquella visión binaria y excluyente. Una menor capacidad emocional empobrece la reflexión.

Todos tomamos decisiones que no sabemos explicar por qué las hemos tomado. Pero estas decisiones no son «irracionales». En nuestras decisiones prácticas son a menudo nuestras emociones las que están en el puente de mando, a pesar de no seamos conscientes de ellas. Algo que ya lo pensaron bien D. Hume y Adam Smith en el siglo XVIII. Nuestro cerebro registra la carga emocional que conlleva cualquier situación. Y este «conocimiento emocional» resulta ser un factor utilísimo tanto en las decisiones importantes (profesión, elección de pareja, etc.) como en decisiones menores de la vida cotidiana.

Tomamos decisiones a partir de un conocimiento emocional de hecho muy complejo, capaz de computar mucha información, muchas variables a la vez. Las emociones orientan los razonamientos. La razón, cuando llega, suele hacerlo más tarde, unos milisegundos después, a veces sólo para justificar la decisión tomada momentos antes (a menudo decimos que tenemos «intuiciones» o un «sexto sentido» para referirnos a esta situación ). Entre emociones y razón parece que hay más un conjunto de interacciones que una contraposición entre facultades ajenas. Es el campo de las razones emocionales y de las emociones razonables.

Decíamos que en el principio fue la acción. Y muchas veces parece que en el final, también. Así, las neurociencias le vienen a decir al racionalismo tradicional lo que Hamlet le dice a Horacio: «en el cielo y en la tierra hay más cosas de las que puede soñar tu filosofía».

Hablar es gratis. Y muchas veces esto tiene un precio. Suele ser más fiable basarnos en lo que la gente hace que en lo que la gente dice, incluyendo lo que dice que hace. Y no estoy hablando sólo del contraste entre lo que dicen y lo que hacen las ideologías políticas o religiosas, sino también de los comportamientos cotidianos de cualquier sapiens.

Un mundo «racional» no resultaría sólo indeseable -esto viene casi por definición- sino que resultaría insostenible. A buen seguro que el desarrollo futuro de las neurociencias (y del evolucionismo genético) nos reserva conocimientos importantes que nos irá haciendo revisar «qué somos y qué podemos esperar de nosotros mismos».

LA VANGUARDIA