Sant Jordi 2015

La literatura es, en finalidades, multidimensional. En las otras artes, en cambio, la medida del éxito y la utilidad sólo es una: generar una emoción estética o, lo que no deja de ser el mismo (a pesar de ser lo contrario), provocar el antiplacer o la fealdad, este fin tan buscado por los artistas malditos contemporáneos. Evidentemente, el escritor también apela a la emoción y a la sensualidad. Pero su producto, el libro, puede funcionar perfectamente como una forma de educación sentimental e, incluso, de razonamiento moral o, por qué no, de aventura informativa. Quien escribe es un predicador, un partisano. El pintor o el compositor, no, al menos fuera del ámbito de determinar lo que es bello o feo.

Tal vez, por eso mismo, la lectura tiene varias edades. O, a la inversa, cada edad se corresponde con lecturas diferentes. En la infancia (y primerísima adolescencia) la lectura tiene dos patas, ambas de una calidad variable. La primera la determina el currículo escolar, inventado por algún burócrata ministerial obsesionado en forjar una literatura nacional. El efecto sobre el pequeño es gramaticalmente fuerte pero literariamente flojo. La segunda pata alimenta la imaginación de aquellos años. En mi caso, la imaginación de un Verne, un Salgari, Sabatini, Curwood o Grey. Ahora las cosas han degenerado: hay una oferta aparentemente más abundante, pero al final dominada por Harry Potter y todos sus sucedáneos de fantasías y magias brumosas e inverosímiles. Algunos amigos se empeñan en leer esta prosa de vagón de tren de segunda para mantener la comunicación con sus hijos. Me parecen unos ilusos (las generaciones apenas se comunican entre sí) que lo que deberían hacer es incautar esta literatura anglocèltica y cerrarla con llave.

En todo caso, e incluso si los libros leídos son infumables, esos años crean el humus que permite la explosión, la fiebre lectora de la juventud. Entonces las lecturas se multiplican desordenadamente, en un estado de efervescencia sin ningún parámetro director claro -lo propio del anarquismo de un mundo mediterráneo sostenido por universidades raquíticas-. Cuando uno pasa los veinte años, no hay conciencia del paso del tiempo. Y eso produce una libertad en el consumo casi imprudente. En cambio, la edad enseña que elegir un libro implica dejar otro. Cuando el reloj de arena se adelgaza por la banda de arriba, se hace imperativo tirar libros que no acaban nunca de hacer nada de provecho.

La lectura del joven la dictan, en parte, los editores y sus manías infernales. A ellos les debo muchas horas perdidas leyendo lo que ahora entiendo que es una literatura sudamericana indigerible (se exceptúan Rulfo y Borges) y transitando por la novela y el ensayo centroeuropeos (Musil, Benjamin y compañía), que no volveré a visitar. Por suerte, algunos amigos y conocidos me salvaron con clásicos angloamericanos (más Fitzgerald y Lawrence que James y Wolf; pero siempre L. Durrell y quizás Flannery O’Connor) y rusos (más Chéjov que Dostoievski) y, cuando viene el verano, con la eterna amargura dulce de un Maigret. No olvido a Salas.

En algún momento de la vida la pasión por la novela se trunca. Leer historias ficticias y el trajinar de almas imaginadas por un desconocido es un aburrimiento. La inflación literaria no ayuda: antes había una élite de autores; ahora hay montones de literatos, auténticas clases medias de autores entrenados en másters de escritura. Es imposible averiguar quién es bueno. Lo mejor es no intentarlo. De aquí a cien años lo sabremos. Lo sabrán. La novela se enfrenta a un segundo problema aún mayor. La fotografía mató el realismo lineal de la pintura: los pintores realistas actuales lo son sobre la base de acentuar de manera histérica e irreal su realismo. El cine y la televisión han matado la ficcionalización lineal -probablemente con la excepción de la novela negra, quizá porque acentúa la realidad narrada de una manera histérica e irreal.

En la mitad de nuestra vida y huérfanos de ficción, el refugio es el ensayo, la historia y la poesía. Mi primera recomendación es Tucídides y algún volumen de Tácito (la parte traducida por Ferran Soldevila exhibe un minimalismo encantador). La Odisea traducida por Mira. Alguna prosa periodística catalana de Sagarra y Pla. Epistolarios de poetas, que no dicen nada pero escriben bien. Algunas etnografías rotundas como la de P. Clastres sobre los aché. Y, naturalmente, toda la filosofía política moderna, de Maquiavelo a Schmidt. En verso, lo mejor es no aconsejar nada, porque los gustos aquí son un campo de minas. Dejémoslo en Auden, TS Eliot, Kavafis y unos granos de Ezra Pound. Y, en casa, Salvat-Papasseit y Perejaume.

Dicen que, con el tiempo, en la época de retirada, de jubilación, el gusto por la novela vuelve, depurado: el gusto de releer lo que encontramos en la primera juventud. Sobre eso no puedo opinar y lo dejo para el Sant Jordi de 2035 (que, con permiso de España o sin, también caerá en un 23 de abril). En todo caso, intuyo que es verdad y que es por eso que hablamos de clásicos.

ARA