Sociedad de titulares

Vivimos en una época de obsesión por el poder. La política, decía Ortega, lo invade todo, lo condiciona todo, cambia leyes y se olvida luego de si se cumplen o no. Ahora, nos dice Zygmunt Bauman en su diálogo con Leonidas Donskins, nos acercamos suavemente a una fase de la vida política en la que el principal rival de un partido político consolidado no será otro partido político de corte o ideología distinta, sino una organización no gubernamental influyente o un movimiento social.

Si quieres un espacio de expresión pública, comentan, podrás hacerte ver y escuchar solo a través de novedades de comunicación pública e informática o a través de programas de entrevistas en televisión. El resto es historia. En definitiva, la tecnología ha dejado atrás a la política. O te involucras activamente en el mundo de las tecnologías informáticas o dejas de existir.

Vienen a decir los autores que o estás conectado o desconectado. Este es el plebiscito diario de la moderna sociedad líquida.

Interesante el ensayo. Pero conectado a qué, a quién, por qué. Un periodista francés sugirió que si se colocara a Émile Zola ante las cámaras de televisión actuales para declarar en el escándalo Dreyfus, se le concedería el tiempo suficiente para gritar: j’accuse! No hay más espacios. El lenguaje se ha abreviado, se ha empequeñecido, se ha transformado. El espacio de la atención humana se ha reducido, mecanizado, ha perdido toda intimidad.

La intimidad la hemos entregado. Y las tecnologías, pero sobre todo los que las manejan, pueden utilizarlas como mejor les plazca. No sabemos los mensajes que hemos enviado o recibido, ni dónde los guardamos, ni qué uso se puede hacer de ellos. Pero alguien lo sabe. Orwell y Huxley no han perdido actualidad.

La primera víctima de una vida apresurada y de la tiranía del momento es el lenguaje, demacrado, empobrecido, vulgarizado y despojado de los sentidos que presumiblemente transmite. Los medios son los primeros que nos piden concreción, brevedad, impacto, slogans, titulares. Las reflexiones que circulan por las redes sociales son rápidas e impactantes. Las hay que pueden enlazar con contenidos. Pero lo normal es que el contenido se olvide y se priorice solamente el titular.

En la sociedad del riesgo, concepto inventado por el desaparecido Ulrich Beck, pone de relieve la complejidad de las sociedades modernas que organizan todos los actos de nuestra vida pero que, paradójicamente, producen mayores incertidumbres.

Decía Manuel Castells en La Vanguardia del sábado pasado que nos damos cuenta de que el sistema no depende de máquinas, sino de la interacción entre máquinas y humanos. Y que lo más imprevisible somos los humanos. El factor humano es incierto. La persona es imperfecta y puede llegar a no coincidir con la perfección tecnológica. Las hachas, dicen los dos sociólogos, pueden usarse parea talar madera o para cortar cabezas. La decisión no es de las hachas, sino de quienes la usan.

El capitalismo y el comunismo son sistemas contrapuestos, irreconciliables. Pero hasta cierto punto son neutros. Depende del uso que se haga con ellos. El capitalismo abusivo crea desigualdades e injusticias. Pero también crea riqueza que puede beneficiar a la humanidad. Depende del grado de codicia de sus gestores. Stalin utilizó el comunismo para sembrar el terror y asesinar a millones de soviéticos. Pero el comunismo chino ha creado la modernidad sin democracia o libre mercado sin libertad de expresión. Donde el stalinismo era una tragedia shakesperiana, el putinismo es una farsa, una extraña amalgama de nostalgia por la grandeza del pasado soviético, capitalismo de gánsteres y pandillas, corrupción endémica, cleptocracia, autocensura y patriotismo en grado extremo.

Las tecnologías nos han influido positivamente. Pero, no nos engañemos, la condición humana sigue siendo igual de impredecible.

LA VANGUARDIA