Árbitros, más que goleadores

Uno de los aspectos más irritantes de las campañas electorales es cómo banalizan la complejidad de la acción política. Me refiero a este tipo de discurso que da a entender que el político puede tomar compromisos unilaterales con el elector como si, una vez conseguido el cargo, pudiera hacer lo que le pareciera. No discuto ahora si las promesas son sinceras ni si se cumplen. Lo que denuncio es que algunos candidatos hagan creer que podrán transformarlo todo según su proyecto particular y exclusivo.

El caso más extremo de esta arrogancia política es lo que refleja la expresión «devolver el poder al pueblo». De hecho, este eslogan parte del supuesto de que alguien, por el hecho de ganar unas elecciones, podrá hacer lo que el pueblo le pida, sea lo que sea, y como si toda la gente pensara como un hombre solo. Y, peor aún, detrás de esta jaculatoria populista hay un implícito propio de los regímenes totalitarios, tanto de derechas como de izquierdas: el deseo de ejercer el máximo control sobre toda la vida social, cultural y económica.

La realidad es muy diferente. Afortunadamente, la sociedad actual ya no tiene una estructura piramidal que permita que se la controle «desde arriba». Categorías como las de «casta» o «mafia», aunque puedan señalar algunos grupos de individuos reales, ya no explican el porqué de las cosas. Dan cuenta de algunos ámbitos donde perviven privilegios enquistados, sí. Pero de ninguna manera se puede imaginar que el mundo esté movido por unos titiriteros que lo manejan según sus intereses particulares, ni se pueden sostener visiones conspirativas que nos dibujarían o bien como víctimas indefensas e inocentes, o bien como cómplices culpables de sus maniobras malévolas.

Afortunadamente, no vivimos en Corea del Norte. En nuestras sociedades hay una multitud de micropoderes y macropoderes que responden a una multitud similar de intereses, cuya legitimidad está limitada por la ley y no por caprichos morales. Estos poderes juegan partidas complejísimas, lógicamente, a favor propio. Y en este juego el ciudadano también tiene su papel. No es cierto, pues, que nuestra relación con el poder político se limite a votar cada cuatro años. También participamos fabricando cierta opinión pública cuando nos informamos críticamente; con la configuración de las audiencias cuando escogemos el diario que leemos; como consumidores activos cuando favorecemos a unas u otras empresas o cuando nos asociamos y movilizamos exigiendo cambios políticos tan radicales como lo ha sido forzar mayorías a favor de la independencia. Todo esto también es un poder que ojalá utilizáramos de manera más sistemática, consciente e inteligente.

En un sistema democrático, en esta confrontación de poderes desiguales, el Estado y los políticos tienen la obligación de establecer reglas de juego que preserven el interés general -tan difícil de precisar, por otra parte-, que garanticen los derechos básicos y que protejan a las personas más débiles. Hacen, sobre todo, de árbitros guiados por reglamentos a los que ellos mismos deben someterse. Los políticos facilitan acuerdos y pactos en la dirección de su programa; frenan o empujan proyectos según las mayorías obtenidas; hacen de mediadores entre intereses sociales contrapuestos… Pero no pueden actuar como unos pequeños dictadores, como si el papel de árbitro les permitiera tomar, también, el lugar del entrenador y ser el único jugador, hasta dictar caprichosamente el resultado final del partido.

Recomiendo ver la serie danesa ‘Borgen’ por el carácter ejemplificador de hasta qué punto el político, en un sistema democrático, se parece más a un buen árbitro que a un buen delantero centro. El político que se presenta como un goleador o, peor, como un boxeador, o es un ingenuo o miente descaradamente.

ARA