Dice que él mismo, y la gente más espabilada de su generación, nacidos en los años cuarenta y cincuenta, descubrieron que el régimen de Franco se fundamentaba en un nacionalismo español absolutamente retrógrado y mísero, lo que les llevó a pensar que «el nacionalismo era el último de los recursos imaginables para ir en busca de una identidad colectiva». Tenían, pues, demasiado nacionalismo oficial y la identidad colectiva, igualmente oficial, era tan fuerte que empachaba. Por tanto, con perfecta lógica, viajaron un poco y se hicieron demócratas: «Sólo porque el nacionalismo de cartón piedra que trataron de inculcarnos se cuarteó al exponerse a los aires procedentes de Europa y Estados Unidos nos volvimos insensibles pero definitivamente demócratas». Esto, por muy curioso que parezca, les pasaba a muchachos muy inteligentes de Sevilla, del Ferrol o de Madrid, o dicen que les pasaba: que se hicieron demócratas como reacción contra el nacionalismo español. El problema es que confundían, y confunden aún, «nacionalismo español» con patriotería franquista, consignas imperiales, yugos y flechas, y otras fantasías retóricas y ornamentales. El nacionalismo de verdad, el de fondo, el españolismo profundo, ni se lo plantean como problema: viven dentro del mismo, lo respiran, es parte de su sustancia. Tienen Estado, ejército, monarquía (con república sería igual), ministerio de hacienda y compañía de ferrocarriles, lo tienen todo, sobre todo el reconocimiento interno y externo como nación soberana. No se puede pedir más en la materia. Y cuando los demás pedimos sólo la mitad de todo esto, sólo una tercera parte, se asustan y escandalizan: ¿pero cómo puede ser que ahora os hagáis nacionalistas cuando nosotros ya no lo somos?, dicen.
Desde la llamada «Transición», afirman que, como ellos se hicieron demócratas y no nacionalistas, esperaban que a los demás les pasaría igual y que «el aire de la democracia los impregnaría de valores universalistas», etc. Lamentablemente, como sabe todo el mundo «nada de eso ha ocurrido: a medida que el nacionalismo español dejaba de ser el fundamento coactivo de nuestro sistema político, los nacionalismos vasco y catalán han pugnado por construir con distintos grados de agresividad una identidad separada, marcar la frontera de un “ellos” y un “nosotros”, contener, levantando barreras, la inevitable pendiente hacia una sociedad multicultural y plurinacional”. Por lo que la cosa está perfectamente clara. Por un lado están «ellos», los buenos no-nacionalistas españoles plurinacionales multiculturales sin barreras, y por otra parte «nosotros», los malos vascos y catalanes nacionalistas uninacionales monoculturales cerrados por altas barreras que levantamos contra el curso de la historia, etc.
Y por si fuera poco pecado, no somos demócratas, como ellos. «Vaya por Dios», que dicen allí, cómo nos ven los pluriculturales multilingües sin barreras, «vaya por Dios»: ni demócratas somos. Ni demócratas, porque aprovechando unas palabras inciviles y poco prudentes del señor Arzallus, el autor del artículo (Santos Juliá de nombre, historiador bien acreditado, liberal de renombre) encaraba, apuntaba, y concluía: «Arzalluz demuestra que nacionalismo y democracia se encuentran como sospechábamos, en relación inversa: mientras más haya de lo uno, menos habrá de la otra, y viceversa”. Ya ven qué sospechas se confirman. Se miran cada mañana en el espejo, y se ven translúcidos. Hace treinta y cinco años, hace veinte años, hace diez años, hace una semana, y el año que viene y el otro y el otro.
EL PUNT – AVUI