Deporte, política, corrupción

Rajoy sitúa el 27-S como la primera amenaza para España

1. Ridículo . No hay ridículo más grande que la pretensión de poner puertas al campo. La «comisión nacional contra la violencia en los espectáculos deportivos», que depende del Ministerio de Educación, ha hecho públicas sus sanciones por la pitada al himno español en la final de la Copa del Rey. Un juego de los disparates, que sanciona organizaciones sociales e instituciones deportivas con unos baremos perfectamente arbitrarios. Una vez más se restringe el ejercicio de la libertad de expresión en el mundo del deporte. Así en España como en Europa, donde la UEFA sanciona al Barça por las esteladas de la final de la Champions. El estadio como un espacio de suspensión de derechos individuales. Se puede salir a la calle con una estelada, pero no se puede llevar a un campo de fútbol.

El deporte no es ajeno a la realidad social, que también se expresa a través suyo. Las medidas antiviolencia fueron justificadas inicialmente por los casos de racismo y xenofobia. Hay una peligrosa tendencia de los que mandan a prohibir la palabra antes de perseguir los hechos violentos reales y concretos. Y cuando se prohíbe hablar se sabe dónde se empieza pero no donde se termina. Poco a poco se ha extendido allí donde no debía haber llegado nunca: la conflictividad política democrática. Los gobiernos buscan la complicidad con un deporte como el fútbol, que les resulta de gran utilidad. Los estadios son verdaderos vomitorios para sacar violencia de la sociedad, sublimandola en la grada. Y este servicio para los gobiernos no tiene precio. Ahora vivimos tiempos de contestación de los símbolos del régimen vigente: silbidos al himno y esteladas. Y el gobierno utiliza el deporte para sancionar como incitación a la violencia conductas perfectamente pacíficas, estableciendo el principio de que hay himnos y banderas que ofenden por naturaleza y otras que no. En todo caso, prohibir la protesta es una política antidemocrática y absurda desde el punto de vista de los resultados. ¿Alguien cree seriamente que estas sanciones evitarán la próxima pitada? Por el contrario, será más ruidosa, y la sensación de ofensa que la provoca, más grande. No se puede silenciar a cien mil personas.

Estas actuaciones se justifican siempre a partir de uno de los tópicos más estúpidos que se han ido aceptando universalmente: el de que el deporte es y debe ser ajeno a la política. ¿Qué hacen, pues, jefes de Estado y políticos diversos en los palcos de los estadios aclamando a los suyos? ¿Qué hacen las banderas nacionales presidiendo desfiles de deportistas y partidos? El mito del apoliticismo del deporte es profundamente político y reaccionario. Permite que sus dirigentes se arrodillen ante los peores dictadores y consigan todo tipo de prebendas, permite que hayan pasado años esquivando la ley. Algunos todavía tenemos la imagen de la mirada metálica del criminal general Videla presidiendo el Campeonato del Mundo de la Argentina (y es sólo un ejemplo). El fútbol es política de arriba abajo, empezando por su función social, siguiendo por el uso que los estados hacen y terminando por la pretensión de sus organismos de situarse por encima del bien y del mal, es decir, en la impunidad. Y estas sanciones son pura hipocresía.

2. Sofocados. Estamos «indignados y avergonzados», esta ha sido la respuesta de Pablo Casado, líder de «la alegre muchachada» que hace de portavoz del PP, ante las nuevas revelaciones del caso Púnica, una de tantas tramas de corrupción que operaban en el área de cercanías de la derecha. Casado ya puede ir rasgándose las vestiduras, que nadie puede tomar en serio a su partido en materia de lucha contra la corrupción. Bárcenas, Gürtel y la Púnica serían suficientes para hablar de corrupción estructural, pero hay mucho más, empezando por una gestión de su dinero que ha estado bajo sospecha desde el primer día.

Nadie puede creer que los dirigentes del PP ni siquiera sospecharan de este montón de irregularidades. Tuvieron una oportunidad de limpiar cuando estalló el caso Bárcenas. Este agujero negro en las finanzas del PP, en cualquier país con tradición democrática, habría provocado la asunción de responsabilidades políticas al más alto nivel. Mariano Rajoy, presidente del partido y amigo del tesorero, debía haber dimitido. No tuvo el coraje de hacerlo. Se salvó él, pero marcó el PP con un pecado original del que no se librará nunca.

Todo discurso de este partido contra la corrupción será puro «bla, bla, bla» mientras Rajoy siga en el cargo. Y si los ciudadanos no lo tienen en cuenta a la hora de votar deberemos entender que aceptan resignadamente la corrupción como un vicio estructural del sistema.

ARA