Lo peor ya ha llegado

 

Los atentados de París nos han conmocionado. Dos meses antes de producirse, el juez antiterrorista francés Marc Trévidic, en una larga entrevista en Paris Match, señalaba «los días más sombríos están por llegar». Con celeridad, su entrevista ha sido rescatada. Ya lo advertía, dicen los comentaristas franceses.

En la misma medida, según han transmitido diversas agencias, el ISIS, ha anunciado: «Lo que viene es peor y más amargo». Una coincidencia en las formas, en el mensaje. Una concurrencia que, en el sustrato, combina las actuaciones de los dos sectores representados, los neoliberales por un lado, Francia y aliados, y los fundamentalistas del ISIS por otro.

Las dos primeras apariciones en público de dirigentes occidentales tras los atentados fueron las de Obama y Hollande. La primera un insulto a la inteligencia: «un ataque a la humanidad». Insulto por la diferenciación de los seres humanos en categorías. ¿Cuántos asaltos a la humanidad desde Washington en las últimas décadas?

No hace falta alargarse en el tiempo para apelar a otras tragedias contra la humanidad, un centenar de muertos en Ankara en una marcha por la paz. El bombardeo «por error» de un hospital de Médicos sin Fronteras en Kunduz (Afganistán). Las muertes en Burj al-Barajneh (Líbano) con decenas de fallecidos. Los 224 pasajeros del avión ruso sobre el Sinaí. Los fieles ismailies de Karachi. Una larga y reciente lista. Sin velas.

La segunda, la de Hollande, apelando a la «grandeur» francesa, la colonial, la que comparte espacio con Le Pen y sus seguidores. La de Napoleón y Pétain. Hace muy poco, precisamente, leía en Sud-Ouest que, por vez primera, Francia se había convertido en 2015 en el segundo vendedor de armas mundial.
No hace falta seguir al detalle el recorrido de estas armas, el apoyo abierto de EEUU, Arabia Saudí, Qatar y… Francia, especialmente, a la estrategia del ISIS y Jabhat Al-Nusra en Siria en su afán por derrocar a Bashar al-Assad, otro que tal, en Siria. En octubre de 2015, Acnur cuantificaba en 4.200.000 los sirios refugiados en países vecinos, y 7.500.000 los desplazados internos.

La mayor tragedia de nuestra época, rodeada de un cinismo que ha rebasado ya todos los límites de la causa humana. Cerca de 60 millones de refugiados en el mundo en 2014. Siria pero también Afganistán y Somalia se desangran mientras nuestras sonrisas de «blanquitos europeos», como recordaba Mikel Aiestaran, se tuercen un instante cuando observamos al niño Aylan ahogado en una playa al oeste de Turquía.

Un único instante para volver a la rutina de esa larga y satisfactoria vida llena de deleites consumistas, la chispa del anuncio. Plena de valores redactados en cartas magnas, declaraciones universales y legajos por el estilo que, luego, sólo se aplican en palacios y casas relumbrantes. El nihilismo llevado al extremo, pasivo, como bien explicaba Nietzsche.

Un cartel francés resumía, en su apartado, la masacre parisina: «Sus guerras, nuestros muertos». Cuando la cercanía aprieta lloramos, cuando la lejanía se evade por las líneas digitales cambiamos de canal. La tragedia, si no estruja, incomoda nuestro sedentarismo posmoderno.

La reducción del mundo a meras manifestaciones encontradas, religiosas o no, el ascenso del fascismo en Europa y EEUU y en su medida paralela a las expresiones fundamentalistas en este caso de salafistas radicales, ISIS, Al-Nusra o como quieran llamarles, son el fruto maduro de la modernidad. De la última o penúltima, nunca se sabe, fase del capitalismo, del triunfo de los halcones en una sociedad llevada a los extremos.

No hay una definición exacta, un despliegue retórico de quién es más que quién. De buenos y malos, por entendernos. Hoy, Putin, Obama, Hollande, Rajoy, Netanyahu, Cameron, Xi Jinping o al-Assad participan de mecanismos similares, de dominio, de apropiación de los recursos naturales, de un desprecio supino por sus pueblos. Se confunden quienes quieren ver diferencias.
Hace años, los freedom fighters, los luchadores contra el tirano, marcaban rutas. Como contra Hitler, aceptado también por ciertos sectores del liberalismo, todo o casi todo estaba permitido. Hasta desde Ginebra se marcaban reglas. Aquello, sin embargo, saltó hecho pedazos. Los efectos colaterales son el objetivo de la contienda, la locura bélica, el ojo por ojo, como en la cultura griega antigua, de la que los europeos decimos sentirnos orgullosos. Hoy es difícil detectarlos, quizás en Kobane.
Esa dinámica infernal, como en el ascenso del fascismo en Europa antes de la Segunda Guerra mundial, tiene sus protagonistas, obviamente. Por acción y por omisión. Y en esta última, la de la omisión, tanto entonces como ahora, la izquierda, la de salón y la revolucionaria, tiene también su parte de culpa. La cultura de la paz, en defensa de nuestro cómodo estatus, nuevamente Mikel Aiestaran, ha desaparecido del calendario de prioridades.

Max Horhheimer escribió que aquellos que no quisieron hablar críticamente sobre el capitalismo deberían guardar silencio también sobre el fascismo. En la misma medida, y tras los atentados contra Charlie Hebdo a comienzos de este año, también en París, Slavoj Zizek, anotó que «aquellos que no quieran hablar críticamente de la democracia liberal deberían guardar silencio también sobre el fundamentalismo religioso». Para el filósofo eslovaco, el fundamentalismo (Boko Haram, ISIS…) es una reacción (engañosa) a una deficiencia real del (neo)liberalismo «y por eso es generado una y otra vez por el mismo liberalismo».

Esa es precisamente la dinámica infernal que ha llevado a la causa humana al borde del precipicio. No es santo de mi devoción, pero el papa católico Francisco tenía razón cuando señalaba que estamos inmersos en una Tercera Guerra mundial, en cuotas.

Creo, en esa línea, que lo peor ya ha llegado, al contrario de lo que señalaban tanto el juez Trévidic con el ISIS. Es cierto que la Ley de Murphy, o su interpretación, está ahí. Pero el mundo ya es un infierno para centenares de millones de seres humanos, refugiados o no, afectados por conflictos bélicos o no. Una pesadilla para otros tantos, y un escenario que se complica cada día para la mayoría.

El reparto de la riqueza, que existe a raudales por lo que sabemos, la carrera geométrica armamentista, el expolio de los recursos, enriquece a unos pocos. Desde que comenzó esa crisis económica que afectó al Primer Mundo, en 2008, el resto ya estaba en crisis sistémica, los más ricos han visto aumentadas sus ganancias en un 44%. Para 2016 se anuncia que el 1% de la población humana de este planeta llamado Tierra poseerá más del 50% de su riqueza.

La guerra, y su negocio, ha generado recientemente genocidios, hace dos días como quien dice, en Ruanda, en Congo. Los conflictos nos han llamado a la puerta en los Balcanes, en Ucrania. Empresas armamentísticas, también vascas, han multiplicado sus ganancias. Se han enriquecido exponencialmente. Matar también es un negocio. Matar a mansalva es un súper negocio.

Soy optimista por naturaleza, pero en estos días, en estas circunstancias, abrumando por tanta superficialidad, por tanta discurso belicista, por esa condición que estalla como si el progreso jamás hubiera existido, el ánimo decae. La causa humana, de seguir esta marcha, tiene los días contados.

Hace escasas semanas, antes de ese doloroso 13 de noviembre parisino, en esa misma ciudad que llaman de las luces, abría de nuevo sus puertas el Museo del Hombre, después de una profunda renovación. Entre sus novedades, las últimas investigaciones sobre la humanidad, sus especies.

Y al parecer, en este planeta hemos convivido hasta siete especies humanas. Sabía del Neandertal, desconocía otras (Denisova, Pengú, Callao, Florés y Solo). Quizás porque no tuvieron, como la nuestra (Cromagnon o Sapiens), a lo que llamamos Europa como territorio. Dicen que fueron especies fallidas. Desaparecieron. Mucho me temo, y perdonen el desasosiego, que la nuestra seguirá la misma ruta.