Incultura

Las relaciones de poder que jalonan nuestra vida cotidiana tienen un elemento que nos hace uniformes frente al Gran Hermano: la cultura. Pudiera parecer lo contrario, pero no es así. La cultura es un elemento de dominación primordial. La cultura, entiéndanme, tal y como la conocemos en este punto del planeta. Es decir, consumo y consumo. Por eso, no tengo claro si debería hablar de culturación o aculturación.

No tenía especial interés en entrar en terrenos fangosos donde las percepciones son tan variadas. Me han animado, sin embargo, esa retahíla de justificaciones, declaraciones y manifestaciones de plebeyos y nobles a cuenta de la inauguración de eso que llaman capitalidad cultural de Europa para 2016. Como saben, en Donostia.

No tuve oportunidad de presenciar alguno de los actos del sábado inaugural, así que escribo sobre lo que he leído y oído. Amanecí con el programa callejero y sufrí una gran decepción. Decenas de actos sin ton ni son, sin un patrón común. La idea, simple, de que la capital guipuzcoana es un crisol, un jardín de iniciativas, la mayoría por cierto, sobre los hombros de instituciones privadas.

Ya había avisado con toda esa ingenuidad que parece transmitir Miren Azkarate cuando apuntó que todo el señuelo de la capitalidad cultural no tenía más objetivo que atraer turistas y aguzar el consumo y la actividad hostelera. Los magos de la estadística pusieron cifra, incluso: 25.000 visitantes al día. Así que la apertura era algo así como un Nodo introductorio para la película central, un marianito de propaganda para invitar a entrantes, segundos y postres, estos ya de pago.

Entre complejos y otras crónicas, la capitalización de la cultura o lo contrario, la culturalización de la capitalidad, comenzó con esa división que lanzó ya Vargas Llosa hace unos años. La cultura es históricamente una suma de factores que, en los últimos tiempos, se ha depravado con la entrada en el escenario de incultos, de la plebe.

Según el iluminado escritor, la incultura nos domina, disfrazada de cultura popular. La de la calle, la de la taberna, la de la chapuza, haciendo perder a la cultura elitista su dignidad. Con motivo del proceso catalán, Vargas Llosa fue más allá, añadiendo a sus tesis culturistas, mayoritarias en el entorno dirigente, la de que el nacionalismo (vasco y catalán, al parecer no el español) es el triunfo de la cultura de los incultos.

En esas coordenadas se movieron las corrientes que reivindicaron ese diseño especial para Donostia 2016. Con un mensaje previo que negaba toda «cultura» que no fuera la del consumo, la pretendidamente universal que no es sino un burdo apéndice de las cajas registradoras de las multinacionales expandidas también por la capital guipuzcoana.

Para ello nada mejor que degradar al medio, al euskaldun y al popular. Ernesto Gasco, de verborrea excesiva, calificó a los anteriores legisladores como pueblerinos, atrasados, enlatados en el espíritu de la abarka, la botella de sidra y la bota de las tres zetas. ¿Cómo borrar esa imagen casi carlista en el exterior? Lo hicieron sostenidamente.

La degradación de lo euskaldun, su mofa y encuadre en coordenadas devaluadas, propias de la anormalidad cultural y expulsadas de las tendencias modernistas, han sido el eje de muchos Gascos. «Ocho apellidos vascos» es el remake del regionalismo sano de otras épocas, del folklorismo al que nos esquinan. Óscar Terol, furibundo nacionalista (español) es la reencarnación de Txomin del Regato o Pello Kirten, con ese mensaje supuestamente «moderado» que, en realidad, es uniformador e insultante. Lo euskaldun no cotiza en bolsa, que es lo único que, al parecer, interesa.

En la misma medida, el alcalde Eneko Goia, dio con otra de las claves de esa deriva cultural que nos domina, al intentar frenar las críticas sobre el espectáculo organizado en uno de los puentes donostiarras. Dijo Goia que podrían haber apostado por el éxito con fuegos artificiales en la bahía, al parecer asegurado. Pero que el reto exigía más. ¿Más?

Goia hace bueno el argumento de Vargas Llosa, el de la cultura de los incultos. Y sugiere que para inaugurar la capitalidad cultural habría que apostar por la elitista, aunque esta fuera o sea, por lo general, una sucesión encadenada de estupideces elevadas de rango simplemente por el coste de las mismas.

La cultura del siglo XXI que nos están marcando los falsos patrocinadores es la de la dominación, la del «mundo feliz» prevista ya hace casi cien años por Aldous Huxley. No existe la diversidad cultural, sino la de agentes culturales que forman parte de ese gran entramado en cuya puerta de entrada está grabada la palabra «Negocio».

Un negocio que surge por clientelismo o a dedo. El clientelismo del foralismo casposo nos ha dejado regueros en el tratamiento a la megalomanía de la familia Chillida, la historificación de la memoria de Néstor Basterretxea o el compadreo de Menchu Gal. Por poner sólo los primeros ejemplos que me alcanzan.

El digital (a dedo), el del sábado. Se escandalizan porque la empresa de Javier Cereza, a quien le gusta que le llamen Hansel como a uno de los protagonistas del cuento de los hermanos Grimm, ha cobrado 660.000 euros por la perfomance sobre el puente del Urumea. Pecata minuta en comparación con las fichas que cobran los jugadores de la Real Sociedad de fútbol, paradigma de la culturalidad histórica de la ciudad, liderada también por otro casposo foral. Concluir que si los toros y su sacrificio también son un «bien cultural» qué se puede añadir.

La contrariedad de Gasco, Cereza, Goia o toda esa corte de aduladores que pululan por los escenarios capitalinos no es de comprensión, definición, estigmatización u oportunidad política. El inconveniente que les achaco es el de su arrogancia, su enorme arrogancia para marcar los límites de lo que es cultura, para encerrar a través de sus voceros al pueblo donostiarra o guipuzcoano en unas coordenadas determinadas, como al rebaño.

La inauguración de la capitalidad dio como imagen a unos representantes populares aprovechando la ocasión para atiborrarse a canapés o güisquis, como si se tratara del palco VIP de un estadio de fútbol. También para marcar el territorio central de los eventos, no tanto el puente sino el edificio de Tabacalera, gestionado en la sombra por una Fundación (Kutxa) que recoge las esencias de un pacto estratégico entre PNV, PP y PSOE. Para señalar las diferencias entre los incultos, a los que se puede manejar de la Concha al Urumea, y los «cultos», los reivindicados por Vargas Llosa.

Todo este montaje multimillonario no tiene a la cultura como objetivo, ni siquiera a cualquiera de sus definiciones. No estamos enrocados, no yo al menos, en razones de funciones sociales, de visibilización o no de todos los sectores que intentan encontrar un hueco en el panorama de la creación. Estamos en la denuncia.

Porque en ésta, de lo que se trata es del triunfo del negocio, con el apellido cultural para la ocasión, de un lobby que, representando al 15% de la actividad de la capital guipuzcoana, se ha hecho con el control de la misma. Un negocio que no reparte, sino que extrae. Que juega con dobles contratos para los cientos de trabajadores que jalonan el sector, que elude fiscalidades, que tiene en representantes electos sus facilitadores.

Y, en esa medida, adquiere su trascendencia la crónica de Javier Cereza, el Hansel compañero de Gretel, que después de perderse en la vuelta a casa tras marcar el camino con migas de pan que engulleron los pájaros del bosque, es enjaulado por una bruja. Como en los cuentos de Grimm, y tras liberarse de la bruja, Hansel consigue el botín de perlas y piedras preciosas, que compartirá con un impaciente padre que le espera desde su desaparición.

Con esa descripción, el final es de usted, querido lector. Creo que lo tiene fácil.

NAIZ