De la levedad de los hechos

El lector me permitirá que haga un ejercicio de autocrítica gremial. Me refiero al hecho más que lamentable de que los analistas sociales y políticos se dejen –¿nos dejemos?– llevar ciegamente por sus preferencias políticas e ideológicas, o dicho más crudamente, por prejuicios e intereses no confesados, hasta el punto de despreciar los hechos que pretenden comentar. No diré si esta es o no la tónica general de articulistas y tertulianos, ni señalaré ningún medio ni ninguna persona en particular. El propio lector sabrá hacerlo y podrá llegar a sus propias conclusiones. Pero, en cualquier caso, creo que el atascamiento de la política española de estos últimos meses ha acentuado la práctica. Los hechos –los pocos hechos que se han producido, claro–, a medida que pasaban las semanas, iban quedando más al servicio de los deseos políticos de los analistas que de una interpretación honesta.

Para evitar confusiones, quiero dejar claro que no sostengo que sea posible analizar la realidad sólo partiendo de los hechos. Todo lo contrario, lo que suele interesar de cualquier articulista es su punto de vista, en la medida que nos puede servir de referencia –en positivo o en negativo– para formarnos nuestra propia opinión. Ahora bien, una cosa es observar desde una determinada perspectiva y otra es despreciar sistemáticamente los hechos, bien sea obviándolos, bien sea forzándolos, a fin de que encajen con los propios prejuicios. Se trataría de saber qué analista está dis­puesto a aceptar que los hechos pueden desmentir su punto de vista o su pronós­tico. Dicho de otra manera: sólo tendríamos que fiarnos de un analista que sepa ­reconocer, cuando es el caso, que los hechos le han desmontado una interpretación de la realidad y que tiene que buscar una alternativa.

Voy a poner cinco casos. Uno: es habitual que si un político se muestra dócil ante las consignas de partido, el analista diga que habría que cambiar el sistema de representación con el fin de fomentar la meritocracia dentro de los partidos. Ahora bien, si un político se permite opinar con libertad y expresar discrepancias con alguna línea del partido, entonces se denunciará el ansia desmesurada de protagonismo y la intención secreta de competir por el liderazgo de la organización. Dos: si se descubren reuniones discretas entre partidos, se dirá que estamos ante una radical y grave falta de transparencia política y se especulará con la existencia de pactos secretos inconfesables. Sin embargo, si las reuniones se anuncian abiertamente y se celebran a la vista de todo el mundo, entonces estará muy claro que todo es teatro y gesticulaciones de cara a la galería.

Tres: si una organización llega a la elección de su líder con un acuerdo bien pactado y obtiene un gran apoyo, estaremos ante un sistema jerárquico, cerrado y con un resultado a la búlgara. Pero si hay varios candidatos, entonces es evidente que se ob­servan unas gravísimas tensiones entre las diversas facciones en competencia. Cuatro: si en una lista de presuntos corruptos aparece un adversario político, el principio de la presunción de inocencia desaparece del comentario. En cambio, si quien aparece en la lista forma parte del propio bando, entonces no es que se recupere el principio, sino que quien desaparece del comentario es el nombre que quedaba comprometido.

Y cinco: el analista o el comentarista siempre pueden descalificar alegremente –y sin piedad– a cualquier adversario político porque saben que lo más inteligente que puede hacer el afectado es ignorarlos si no quiere excitar todavía más las ínfulas del difamador. También los analistas se pueden descalificar entre ellos, particularmente cuando están en un plató que invita –y paga– para representar el enfrentamiento de puntos de vista. Pero que al político no se le ocurra denunciar una mala práctica periodística, por conocida y obvia que sea, porque será objeto de la mayor acusación que nunca se haya inventado el sistema de autodefensa gremial: haber querido matar al mensajero. Una vez más, el hecho denunciado perderá todo su valor de prueba y la acusación será interpretada según el interés superior que pone de acuerdo a todo el gremio. Es decir, se valo­rará la crítica a la luz del principio de la “libertad de prensa y expresión”, entendido como patri­monio exclusivo de los que viven de él, y que será utilizado como perfecto mecanismo de negación simbólica de aquello que precisamente se esconde: la im­punidad ante el abuso interpretativo de los hechos. No hace falta que ponga ejemplos.

Me dicen que en España, igual que en Catalunya, somos excepciones en el mundo de la opinión pública, a la vista de la sobreabundancia espantosa de tertulias. No lo he comprobado y no sé si es cierto. Si lo fuera, sin embargo, podríamos temer si entre todos no habríamos acabado creando un mundo político ficticio, en el que los hechos serían irrelevantes y donde las opiniones se habrían convertido en fabricadoras de realidades virtuales, de hologramas planos de realidades ilusorias. Un mundo fatalmente atrapado en la insoportable levedad de los hechos.

LA VANGUARDIA