Educar sin literatura

Hace muchos años, en una clase de bachillerato nocturno, un profesor soltó una frase que se convirtió en una consigna para el estudiante que era yo: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». La anoté, junto al nombre de su autor, Ludwig Wittgenstein, y tan pronto como me fue posible me dediqué a conocer a este filósofo. Leí alguna obra, con la dificultad de mis diecisiete años, y tiempo después me impresionó su tortuosa biografía. El personaje se convirtió en uno de mis referentes culturales y la máxima que me lo dio a conocer, en piedra angular: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».

Durante los cerca de cuarenta años que me dediqué a enseñar lengua y literatura, en un momento u otro del curso, escribía el nombre y la frase en la pizarra para dar a entender que sólo conocemos lo que sabemos pensar y decir con palabras, sin palabras los humanos somos unos bichos limitados. Y que conocer y saber usar las palabras nos hace más vivos, más fuertes y más libres, porque somos capaces de decir y sobre todo de pensar con precisión y claridad. Pensar con claridad, porque sin palabras no existen las ideas y, por tanto, no se pueden tener ideas, sino sólo, quizás, sensaciones vagas. Los animales reaccionan ante la realidad. Los humanos reflexionamos, para hacerla nuestra. Y sólo podemos reflexionar con palabras. Tener palabras es tener ideas. Esto explicaba a mis alumnos, glosándolo con aquel hermoso pasaje de Cien años de soledad, en el que García Márquez explica que «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Lo cual quería decir que sólo se podía expresar y pensar lo que se veía. O sea «piedra», «sol», «mano»; pero no «dureza», «calor» y «amistad». Aquel era, pues, un mundo casi prehumano, porque era elemental, inmediato, puramente utilitario.

Tenía la impresión de que la mayoría de hombres y mujeres entendían, entonces, que los textos, los escritos y las vidas y sentimientos que nos expresaban con palabras y construcciones sintácticas los libros eran la herencia de otras personas que, antes que nosotros, habían vivido experiencias y realidades que ahora nos acercaban para hacérnoslas entender. Y que para que esto fuera posible necesitaban un lenguaje adecuado, unas palabras precisas, muchas de las cuales sobrepasaban con mucho las palabras usadas en la realidad funcional y tangible. Y entendían que, en un grado aún superior, los poetas utilizan nuestras palabras cotidianas para abarcar el mundo y los significados que hay más allá de la inmediatez y la evidencia elemental, indicando que detrás de las palabras está el alma de una cadena histórica de la que nosotros somos eslabones, herederos de quien las dice, las piensa y las expresa. Entonces eran capaces de comprender que expresiones como “Só qui só, que no só io, / puix d’amor mudat me só” («Soy quien soy que no soy yo / pues de amor me cambió / creo, cierto, no ser nada»), que Joan Timoneda escribió en el siglo XVI, hablaba de ellos y de muchos adolescentes enamoradizos como ellos. Y lo entendían y se sentían cercanos y comprendidos sólo con pensarlo un rato, de la misma manera que también eran capaces de captar la metáfora de Gregor Samsa y su peripecia. ¡Y cómo les gustó que Shakespeare dijera que «el hombre está hecho de la materia con que se tejen los sueños»!

Los escritores de todas partes y de ahí, próximos o remotos en el tiempo, actuaban como incentivo de pensamientos, como espejo moral y ético; y como modelo para formular las propias ideas, unas veces para discutirlas, otras para secundarlas. Y, lo fundamental: les gustaba -¡en algunos casos hasta el entusiasmo!- saber encontrar el desatascador de las palabras, hacerlas suyos y, como ejercicio, jugar a imitarlas, intentar decir más cosas suyas con los nuevos sentidos que las palabras les iban aportando. A ellos y a su pensamiento. Porque con la lectura y la imitación de los autores, pensadores y poetas que tomaban como modelo, su mundo rompía los límites de la elementalidad, ya fueran adolescentes y jóvenes orientados hacia el estudio de la biología, de la arquitectura o en especulación matemática, la mecánica o los negocios.

Porque después de un tiempo de práctica y con un poco de voluntad (que es una característica esencial del vivir auténticamente humano) el ritmo de expresión, la precisión de los adjetivos, la contundencia de las construcciones sintácticas y la enorme cantidad de vocabulario adquirido con la lectura y la imitación de los autores-modelos, habían ensanchado su mundo de manera descomunal, les había dado la posibilidad de entenderse a sí mismos dentro del mundo y, por tanto, de ser probablemente mejores médicos, arquitectos, carpinteros, vendedores o empresarios, pero, con toda seguridad, que serían mejores amigos, compañeros, amantes, padres…

Y es que el lenguaje -esto es: el mundo- se pega con las lecturas. Intente, si no lo ha experimentado, leer un volumen de la magnífica prosa de Josep Pla: al cerrar la última página le descubrirá hablando y pensando con la socarrona precisión del hábil ampurdanés. Y es que el lenguaje -repito: nuestro mundo- agranda y nos hace más libres, más abiertos a la vida. Y como cantaba Raimon «quien ha sentido la libertad / tiene más fuerzas para vivir».

Y a esto se llama educar. No tiene ningún otro nombre, a mi modesto entender.

Es por este motivo sencillo por lo que hay que desenmascarar las barbaridades que la ignorancia extiende últimamente con alegre estulticia «por collados y valles», como diría Pere Quart. (¡Y lo hace, también, ofreciendo «la golosina de un campo de alfalfa»!).

La lengua no es sólo una simple herramienta de comunicación, como suelen afirmar los tontos con título y vara de pastor, sino un sistema de pensamiento. Un sistema que si se constriñe, si se cierra a lo cotidiano palpable, evidente y utilitario, limita el mundo. Y ellos lo saben: por eso temen tanto el conocimiento de los textos bellos y sabios que amplían la mirada de los ciudadanos, haciéndolos peligrosos.

El sistema quiere insensibles, gente adaptada a la realidad, jóvenes que sigan el dictado y acepten para siempre que las cosas son como son. No quiere gente que conozca los fundamentos ideológicos ni los mecanismos lógicos para repensar la realidad y cambiarla. Y los centros de enseñanza están organizados, hoy, para hacer súbditos que acepten el mundo, no para hacer ciudadanos libres que deseen cambiarlo.

Por eso lo que triunfa es la conjura de los necios, la santa alianza de las corrientes políticas y pedagógicas que se llaman «realistas», que optan por la «facilidad», que predican la utilidad inmediata, bajo la falsa propuesta de que la felicidad se consigue sin esfuerzo, sabiendo sólo lo mínimo para sobrevivir y conformarse; y, a ser posible, a hacer dinero como sea. Estos son los modelos sociales que se imponen. Políticos, ideólogos, pedagogos y un ejército de acólitos apuestan y se afanan por el mantenimiento de las cosas tal como están, con una población que salga de las escuelas, los institutos y hasta de las universidades, ignorante y desconocedora de la fuente del lenguaje heredado de buenos autores, de las voces y las páginas de los sabios que nos han precedido, que han hecho el país y nos han hecho como somos. Tienen la consigna de acallar, de borrar la memoria de los poetas, de los narradores, los ensayistas y los dramaturgos, de todas las personas que han trabajado las palabras para darles la vuelta y ver el mundo desde perspectivas nuevas, para hacerlo avanzar y sentirlo muy próximo al ser humano.

De ahí les viene el miedo a la literatura (y a la filosofía, y a la historia… a todo lo que han agrupado bajo el nombre de «Humanidades»). Tienen terror a los modelos, las propuestas y las armas que da la literatura, la buena literatura. Por eso se empeñan en repetir que la literatura es inútil, que es un lujo innecesario, que la sociedad necesita otras cosas. Y extienden la consigna: la literatura es aburrida, pensar es aburrido. Es mucho más divertido y cómodo que los demás piensen, hablen y organicen por ti. Pero predicar la ignorancia como base social es una atrocidad. Este es un programa retrógrado, clasista, engañoso, que va contra el bien común y el progreso humano. Por más nombres técnico-científicos que le pongan, el rey va desnudo.

Porque, aunque millones de fanáticos proclamen a gritos lo contrario, así como el sol sale cada día por el este, está claro que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Quieren el mundo limitado y cuentan con la colaboración de muchos profesionales de la enseñanza (llamarles profesores o maestros sería inexacto) que renuncian a enseñar literatura. Porque no la saben enseñar ni hacerla amar, porque no la entendieron cuando estudiaban, porque son gente aburrida y superficial, servil. Quieren un mundo acotado, un país quizá independiente pero limitado, dominable, sin ciudadanos, sólo con súbditos. Y van camino de conseguirlo.

NÚVOL

http://www.nuvol.com/opinio/educar-sense-literatura/