Negar lo ocurrido es una manera de revictimizar

Ya son demasiados los organismos internacionales que han expresado hasta la saciedad su preocupación por la dicotomía existente entre la afirmación de los diferentes gobiernos, de que en el Estado español no tiene lugar la tortura y la información recibida de fuentes no gubernamentales que revela la persistencia de casos de tortura.

Por suerte, cada vez son más los colectivos y las personas que se atreven a hablar claro ante la evidente amenaza encubierta que planea sobre quienes osan injuriar al Estado. En su día, el Gobierno vasco evidenció la existencia de más de 5.500 denuncias judiciales y/o extrajudiciales de tortura. Cada vez quedan menos dudas de que la tortura es un serio problema que no ha contado con la atención institucional necesaria. A día de hoy, y en base a las investigaciones realizadas hasta la fecha, carece de sentido seguir considerando las denuncias por torturas como meras fabulaciones. Estas evidencias provienen de organismos internacionales de control de los derechos humanos, de sentencias de los altos tribunales españoles e internacionales, y de algunos estudios empíricos elaborados por instituciones y grupos de investigación.

Datos ofrecidos por la OMS demuestran las enormes y trágicas repercusiones que tienen la violencia, en general, y la tortura, en particular, sobre la salud pública y los sistemas de salud. Ésta tiene un grave efecto en las vidas no sólo de las víctimas sino también de los perpetradores, así como en sus familias, a menudo de por vida y a veces durante varias generaciones. Según diversos informes, además del fuerte impacto sobre la salud física, la tortura puede dejar, profundas secuelas psico-sociales como: trastorno de estrés postraumático, trastorno depresivo, trastorno por ansiedad de suficiente relevancia clínica, recuerdos dolorosos y ausencia de expectativas de futuro a raíz de lo vivido. Por lo que el daño clínico causado es más que notorio.

Cada vez más profesionales coinciden en destacar que la tortura no es una práctica carente de finalidad alguna sino que, muy al contrario, busca romper el tejido social y quebrar la identidad. Personas torturadas han experimentado una sensación de alienación en la sociedad en la que viven. Lo inenarrable del trauma puede provocar un mayor aislamiento de la familia y los/as amigos/as. La tortura puede afectar gravemente la identidad y la visión del mundo, una visión del mundo más negativa y con menos futuro, más aislamiento, y en ocasiones la sensación de que se les culpabiliza por lo ocurrido.

Existe una amplia y conocida jurisprudencia sobre medidas de reparación a víctimas en el marco de la legislación internacional de los derechos humanos. Nada puede reemplazar lo perdido en una sociedad fracturada por la violencia, pero enfrentar sus consecuencias y la responsabilidad del Estado respecto a todas las víctimas y sobrevivientes (independientemente de sus opciones políticas) es un paso imprescindible para reconstruir las relaciones sociales. La principal reparación podría considerarse el hecho de que los/as perpetradores/as y responsables reconozcan lo ocurrido y que la sociedad en su conjunto sepa (y no niegue) el horror al que las víctimas de esta práctica han sido sometidas. Que se conozcan públicamente los hechos y se exprese el compromiso explícito de no repetición.

En este sentido, las declaraciones institucionales que no sólo niegan la evidencia sino que, además, no dudan en presionar a quienes se atreven a dar testimonio de lo ocurrido, incluso aunque éstos/as formen parte de la magistratura, resultan muy perjudiciales. Al igual que los amagos intimidatorios y las detenciones incriminatorias llevadas a cabo por parte de las denominadas fuerzas de seguridad. Por desgracia, existe cierta inercia colectiva a negar u omitir las barbaridades cometidas por los diferentes garantes de la seguridad. Ciertamente, puede resultar más sencillo mirar para otro lado y negar la mayor. Después de todo, creer que las extralimitaciones institucionales están justificadas en pos del orden y la seguridad, permite calmar la conciencia y minimizar el impacto de tales prácticas.

Urge, sin embargo, una profunda regeneración de los diferentes aparatos del Estado, que permita dejar atrás actitudes y prácticas inhumanas. Tristemente, el Estado español cuenta con una historia demasiado larga de dolor y sufrimiento. Es necesario que cada quien empiece a asumir la responsabilidad de sus actos y favorezca, así, la oxigenación y cicatrización de unas heridas que ya perduran demasiado tiempo abiertas.

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