Humanizando la guerra en Donostia

y aunque el historiador y experto en ciencia militar prusiano Carl Von Clausewitz (1780-1831) haya pasado a la posterioridad más popular como el autor de la célebre frase “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, resulta difícil, a ojos de un ciudadano de cualquier país democrático occidental del siglo XXI, concebir un acontecimiento bélico como una empresa política de connotaciones positivas.

Hoy, cuando en breves fechas se va a cumplir el 80 aniversario de la sublevación fascista que dio inicio a la Guerra Civil, convendría analizar los dos asertos anteriores y recordar, en un ejercicio de memoria histórica en positivo, cómo en aquellos fatídicos primeros momentos de la contienda en Gipuzkoa y Donostia, determinados líderes políticos supieron sobreponerse a la irracionalidad, el exacerbamiento y los extremismos de distinto signo y ofrecernos los mejores ejemplos de humanismo y cultura política democrática de primer orden. Entre ellos, merece un reconocimiento sincero el entonces diputado abertzale por Gipuzkoa Manuel Irujo Ollo, miembro de la nueva generación de políticos nacionalistas vascos (Aguirre, Landaburu, Galíndez) que pilotaron la modernización ideológica del PNV como partido católico europeísta y socialmente progresista, que años después participaría decisivamente en la conformación de la democracia cristiana europea. El 17 de julio de 1936, tras haber participado en una reunión con obreros papeleros de la zona de Tolosa, Irujo tuvo confirmación de la sublevación en África y acudió inmediatamente a la capital donostiarra para, en compañía del también diputado nacionalista José María Lasarte, comunicar vía radiofónica su adhesión republicana “por ser la encarnación legítima de la soberanía popular”.

Más allá de la trascendencia que tuvo para el posicionamiento oficial del PNV ante la contienda, la alocución sirvió, en primera instancia, para que la guarnición militar de los cuarteles de Loyola demorara la proclamación del estado de guerra y para que las autoridades republicanas, tal como señala Martín Ugalde en su obra Un hombre leal a su tiempo, pudieran contar con el concurso de militares de prestigio como el comandante Pérez Garmendia, “que debiendo marchar con un salvoconducto a su destino en Oviedo, se quedó en San Sebastián”.

En aquel convulso escenario pleno de incógnitas, turbulencias y prácticas revolucionarias, donde “banderas rojinegras llenaban automóviles, tranvías y vapores”, y donde la Guardia Municipal había quedado subsumida en las improvisadas milicias, el político estellés y otros diputados se hicieron cargo de un caótico Gobierno Civil, en el que su máximo representante, el pamplonés Artola Goicoechea, se encontraba abrumado por la situación. Uno de los primeros acuerdos adoptados por aquellos nuevos “representantes” del poder político guipuzcoano fue la promulgación de un bando informando de la aplicación de sanciones ejemplarizantes contra la puesta en práctica de la política de “paseos”, eufemismo que ocultaba el asesinato impune so pretexto de la consideración del ajusticiado como adversario político. Fue la suya una tarea multidisciplinar en la que por mor de la necesidad, se tuvo que usar “no pocas veces la firma del gobernador y la calidad del plenipotenciario del Gobierno”.

A aquel primer acuerdo en contra de los “paseos”, deleznable acto que en algunas provincias castellanas recibía la macabra denominación de “reforma agraria” (porque a los afectados “se les daba tierra, ¡poca!, sin renta y para siempre”) siguieron otros en la misma línea, ya que para los nacionalistas vascos, y también para diputados socialistas como el donostiarra Miguel Amilibia, el orden era un concepto de aplicación permanente.

Tras el fracaso de la toma de la ciudad por los regimientos de Loyola, gracias a la brillante actuación de las milicias de izquierda, y el repliegue en los cuarteles de los sublevados, los diputados vascos, con Irujo a la cabeza, cerraron con los militares rebeldes un acuerdo de cese de hostilidades y la celebración de un encuentro determinante para el futuro de la ciudad. En aquella cita, a la que los “delegados” de la legitimidad republicana acudieron con mucho temor, Irujo y los suyos lograron la rendición incondicional de los cuarteles. Y aunque tiempo después el político navarro declaró que, para la negociación, guardaban un as en la manga (“los soldados acuartelados eran, los más, vascos. Una parte de éstos, pertenecientes a la clase media donostiarra y, casi, en su totalidad, afectos al Partido Nacionalista Vasco”), su actuación, y la de sus compañeros, fue de gran valentía.

El acuerdo alcanzado incluía el respeto absoluto de los derechos de los detenidos (66 en total), cuya conducta debía ser juzgada por los tribunales. En tal sentido, y por razones de seguridad, los militares fueron trasladados al Palacio de la Diputación Foral. Manuel Irujo, consciente de los deseos de venganza de una parte de la población, se aprestó a proteger personalmente a los detenidos: “Como el lugar más peligroso era el de su salida de los coches, me coloqué personalmente en él, al objeto de impedir con mi propio cuerpo todo intento de agresión”. Aquella defensa a ultranza de las cláusulas acordadas con los militares detenidos llevó a Irujo a tener que intervenir a fin de imposibilitar (por lo menos en aquella ocasión) que el coronel Carrasco (paradojas de la vida, primo carnal del socialista Amilibia) fuera sacado del Palacio Foral para ser “paseado” por los milicianos. El bilbaíno Julián Zugazagoitia, ministro socialista de Gobernación en el gabinete Negrín, atribuyó a Irujo el haber arriesgado su prestigio y su vida para hacer cumplir los acuerdos sobre la rendición de los cuarteles, “defendiendo la intangibilidad del compromiso en el que él había puesto su firma”.

Constituida la Junta de Defensa de Guipúzcoa el 27 de julio, al decir de Irujo “un organismo nacido al margen de las Leyes para regular una dislocada convivencia”, los responsables de orden público (pertenecientes al PNV) no pudieron evitar ni que a Carrasco le descerrajaran un tiro camino de la cárcel donostiarra de Ondarreta, ni que esta prisión fuera asaltada por las milicias el 30 de julio con el resultado de 53 presos fusilados. Aunque el testimonio postrero del gudari Joseba Elosegi definiera aquellos luctuosos hechos como “reacciones incontroladas de gentes furiosas ante la táctica franquista de querer destruir todo aquello que significara rojo y separatista”, lo cierto es que Irujo quedó conmocionado por aquella barbarie. El 4 de agosto, la Junta de Defensa presidida por Amilibia, aprobó una declaración solemne, con el apoyo inequívoco de Manuel Irujo, en el que se indicaba “que la vida de los presos era sagrada y debía ser garantizada a toda costa”.

Irujo se opuso siempre a la pena de muerte, y a mediados de agosto formuló, en nombre de todos los diputados guipuzcoanos, una petición de indulto para los militares de Loyola condenados a la pena capital. Adujo irregularidades procesales, el respeto a los acuerdos de rendición, su firme convicción de que entre los condenados había republicanos y, en aquella lucha desesperada contra el reloj, llegó a reunirse con el líder socialista Indalecio Prieto. No pudo evitar aquellas muertes, ni las ejecuciones que días después apagaron la vida de otros militares, “uno de ellos, el comandante Erze, gran republicano, al que yo conocía bien desde la niñez”. En este último episodio, Irujo había conseguido un primer aplazamiento de la ejecución, pero sus súplicas al comandante San Juan, jefe militar de la plaza (“¡unas horas!, señor. ¡Tan solo unas horas!”), no habían tenido más efecto que el de alargar el sufrimiento y que varias de las mujeres de los fusilados fueran testigos de los hechos: “Sin duda eran tristes para ellas aquellas horas; pero ¡cuán amargas y crueles eran para mí!”, declararía tiempo después el político navarro.

En su obra Un vasco en el Ministerio de Justicia, Irujo recordaba con honda amargura aquellos duros meses: “Han transcurrido muchos años y todavía recuerdo los fracasos sufridos con dolor y vergüenza”. Fue la suya una acción humanitarista “obligada” por sus profundas convicciones democráticas y cristianas de raíz evangélica. Fue la suya una labor de rescate del verdadero espíritu humano y la demostración más palpable de que, aún en tiempos de guerra, la política democrática basada en el acuerdo, la negociación y el respeto escrupuloso a los inalienables derechos humanos, también puede tener su propio espacio. Aquellas primeras acciones en tierras guipuzcoanas tendrían pronta continuidad en su ingente labor en los sucesivos gobiernos republicanos, donde, tal como señala Arantzazu Amezaga, se podría hablar de una amplia Lista de Schindler irujiana. Pero esa es otra historia.

El insigne historiador Manuel Tuñón de Lara escribió esta semblanza de D. Manuel, refiriéndose también a estas circunstancias: “Hay los que no vacilan, como es Irujo, el primero. No sólo no vacila, sino que Irujo es un hombre clave cara a toda Euskadi, y en Donostia salva la situación. En fin, es un hombre fundamental, y con él la serie de personas que podríamos llamar más avanzadas del nacionalismo”.

Es una lástima que en este año de la capitalidad cultural europea, en este año del 80 aniversario del inicio de la Guerra Civil, las instituciones no hayan encontrado un hueco para homenajear a estas personalidades cuya trayectoria y mensaje pueden ser una buena base para desarrollar los nuevos escenarios de convivencia y reconciliación que nuestra sociedad precisa. Es una lástima porque, como decía Irujo, “todas las libertades son universales”.

Noticias de Gipuzkoa