Agosto 15, 778

La niebla recae por encima de las montañas, densa y blanca como un sudario y parece, a los ojos humanos, que no hay montañas, ni águilas reales, ni tan siquiera cielo. Pero los vientos pueden hacerla desaparecer… y ahí, en ese aparente espectral mundo de la nada, persisten las eminencias, las criaturas con alas, el inmenso arcano del firmamento. Nada de lo que existe, aún sucediéndole el olvido, puede ser desaparecido. Las huellas de las cosas, sus siluetas, alientos y voces, permanecen. Resultamos, pese a la nefasta contundencia de los verdugos, una especie con memoria.

En 778 tuvo lugar una batalla en nuestro Pirineo y, a consecuencia de ella, nació nuestro reino. Los vascones del viejo Ducado se configuraron en una comunidad nueva a ambos lados de las montañas. Entidad política admirable en sus resultados hasta que a partir del siglo XVI la destruyeron fuerzas conspiradoras y oscuras que eliminaron la vieja democracia, imponiendo fronteras y fortalezas, Inquisición. El reino se nos fue de las manos, pero quedaron herederos de su grandeza que trataron de despejar la niebla inclemente que nos condenaba al olvido. Al no ser.

Toca recordar cada año la batalla de los vascones contra el emperador más poderoso de Europa, Carlos, de sobrenombre Magno. El que lideraba guerras de primavera donde moría mucha gente menos él, imponía marcas en fronteras que le parecían convenientes a él y no a los dueños de las mismas, establecía sitio a las ciudades condenando al hambre y a la sed a sus ciudadanos, no a él. Junto al rey Ramiro y otros reyes guerreros, resucitaron la imagen de Santiago el Mayor, apóstol de Cristo que desde Palestina se acercó a Galicia y, en vez de instaurar la prédica evangélica de la concordia, sus retos resplandecientes a la luz de las galaxias se transforman, por la gracia de los tiempos nuevos europeos y de la ambición de sus caudillos, de pescador de Galilea en guerrero formidable montado en caballo blanco de guerra, con su espada en ristre, vengador implacable de los que ignoraban su doctrina. Tan malos resultaron entonces los cristianos como los musulmanes, y aún lo siguen resultando en su dogmática batalla por conseguir el poder en nombre del Dios de todos.

La memoria histórica disipa la niebla, en la búsqueda de los muertos de Orreaga. Hurgando más hondo que la raíces de los viejos robles y encinas milenarios, tanteando en la tierra venerable, en el centro mismo donde una vez hubo una batalla por estos conflictos humanos… y nos detenemos, como en el centro de un crómlech, en el imposible osario de los muertos. De los que una vez carnalmente vigorosos acudieron de los rincones del viejo país de los vascos en aquel agosto del 778, a la llamada de auxilio por espantar al conquistador que venía derrotado desde la ardiente Zaragoza, que no pudo tomar, hasta la verde Orreaga que quiso pisotear, incendiando en su deambular vengativo a la ciudad de los vascones, más antigua que Roma. Cuando era Iruña. La ciudad.

Esos huesos de aquellos hombres siguen ahí aunque no los veamos ni lo podamos palpar. Forman parte de la historia de un pueblo que no acepta humillaciones y que reivindica en cada momento su idiosincrasia. Debemos rescatarlos del manto de la niebla encubridora, del silencio hostil sobre su hazaña. Recuperar su obediencia al mandato de un dirigente, Eneko, para concurrir al desfiladero y vencer al enemigo que profanó sus tierras… la de las llanuras del sur, ardientes y fértiles, cubiertas de viñas, las de la cuenca de Iruña con sus robles, las de las montañas inhóspitas. Se trataba de proteger, mantener, defender… no de avanzar, conquistar, colonizar.

Y están también en ese enterramiento invisible del centro de la tierra los huesos de los hombres que, armados con corazas y revestidos con yelmos, marchaban obedeciendo la orden de ocupación territorial comandada por un futuro emperador, convertidos en guerreros porque ningún otro oficio de su tiempo resulta más rentable. Era lo mismo sitiar Zaragoza que incendiar Iruña, obedecer a Carlos que a Roldán. Se acercaba el invierno de las grandes nieves y estaban lejos de sus moradas y apuraban el paso, porque en todas las épocas los hombres buscan el descanso y el refugio de la lumbre del hogar, aunque se haya luchado contra ello en otras zonas del mundo. Aunque en esa trayectoria temible se haya asesinado, violado, arrasado.

El osario de Orreaga nos atrapa en esa tremenda crueldad del duelo de la Historia, en el reto impreciso entre vencedores y vencidos. Nosotros rescatamos a los muertos sin nombre que defendieron lo suyo y llamamos antepasados, que de la victoria aplastante no hicieron alarde, ni parece que realizaron represalias lacerantes, para estabilizarse en la construcción de un reino que evitara otras incursiones, otros incendios, otros debacles genocidas. Que se gobernara por su Cortes, que le recordara al rey que era uno más entre todos y que todos eran más que él, que no fuera el ejército un medio de vida sino un llamado de defensa puntual, porque era más importante el labrado de los campos, el pastoreo del ganado y el comercio entre los humanos que la guerra constante y el asesinato atroz.

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