Manuel Irujo. 125 años de su nacimiento

Es bueno recordar los nacimientos, el momento esplendoroso en que todo está por escribir y realizar, cuando el proyecto de una vida, en el caso de Irujo alargada, comienza su andadura con el primer llanto por dejar el seguro regazo materno y exponerse a la luz del sol bajo el cual se ha de caminar. Manuel Irujo Ollo, uno de los hombres más significativos del movimiento nacional vasco, y es bueno que Irujo Etxea determine recordarlo porque, pasada la centuria, continúa siendo un referente en la ideología de su partido y de su nación, porque fue mucho lo que avanzó en su vida política en tal sentido. Leer hoy a Irujo es interpretar en clave vasca nuestros anhelos presentes y no tan solo los vascos, sino los europeos y universales.

Era de Estella/Lizarra y ese nabarrismo integral que conformaba su familia lo hizo público allí donde fue, pero sin dejar de manifestar su hondo sentido vasco. En cierta manera repetía las palabras de Francisco de Xabier, era nabarro de origen y vasco de nación. Su padre, Daniel, primer profesor laico de la Universidad de Deusto en Derecho forense, había tenido actividad política desde su despacho de abogado en la defensa de Sabino Arana Goiri en dos juicios en los que en ambos salió libre. Leer hoy el alegato de Daniel Irujo Defensa de un Patriota (Bs As, Irrintzi, 1911) resulta abrumadoramente actual. Tengo en archivo un cuaderno de apuntes del niño Manuel, estudiante en Orduña que ya dibujaba al pie de página la ikurriña, enseña creada por Arana Goiri, y que el pueblo vasco admitió con unanimidad extraña entre nosotros, convirtiéndola no solo en Euskadi, sino en el mundo entero, en la insignia nacional.

Irujo resulta heredero de los afanes de su padre, del movimiento de la Gamazada en Nabarra, de la reunificación de su partido, EAJ/PNV en 1931 y cuyos estatutos redactó junto a Jose Antonio Agirre, el futuro lehendakari, diputado a Cortes en Madrid en defensa de un estatuto que primero fue vasco navarro, conocido como el Estatuto de Estella, y luego terminó siendo, por maniobras arteras de la derecha recalcitrante, en el Estatuto de las Gestoras, aunque declarada la Guerra Civil de 1936, lo que durante años se paralizo en las Cortes de Madrid, en menos de lo que canta un gallo se nos dio, para defender el frente norte, ya en manos enemigas Nabarra, Alava y en septiembre Gipuzkoa, cuya defensa llevó a cabo, junto a otros diputados como Jose Mª Lasarte, Manuel Irujo, con brillantez, y aunque teniendo que combinar su acción con las armas, declarando siempre la humanidad de su quehacer, que fue cosa que le honró de por vida y le debe seguir honrando hoy mismo, cuando los refugiados de la horrible guerra de Siria, o los africanos que mueren en el Mediterráneo queriendo acceder a Europa carecen de derechos y, sobre todo, de compasión.

No hubo nadie ni hay hoy nadie en el panorama europeo que se acerque a las trincheras, solo y desarmado como lo hizo Irujo en el frente de Madrid, para comandar el alto al fuego, ni que pronuncie un discurso con comienza su andadura política en la República, a la que accede y siempre lo afirmó, como el precio del Estatuto: … Humanizar la guerra… se acabaron las matanzas…, extrañas palabras en una España donde Mola aseguraba matar a su padre si lo veía en las filas enemigas.

Durante su estancia en Madrid como ministro sin cartera o de Justicia, Irujo mantuvo la reputación de implacable para evitar sentencias de muerte, organizó un servicio de autobuses, vía Valencia, donde se salvaron miles de personas amenazadas en la Madrid por un lado bombardeada por los fascistas y por la otra asaltada por bandas criminales. Irujo era para todos los amenazados el referente de la salvación.

Irujo cruzó la frontera junto al president de la Generalitat, Companys, y el lehendakari Agirre en 1939, llevando sobre los hombros la carga de una derrota que no merecían, abrumados por la cooperación italo alemana a Franco, lo que significó el ensayo de la guerra mundial que llegó y acabó con 70 millones de muertos.

Ninguno de los tres capituló. Seguían dispuestos a continuar con el mandato de sus pueblos a conseguir la autodeterminación. Companys secuestrado por la Gestapo fue entregado a Franco y fusilado. Agirre vivió una experiencia extraordinaria, convertido en ciudadano panameño en Berlín (lo cuento en mi última novela: Contraviaje, Bs.As., Ekin), mientras que Irujo, atrapado en Londres por la guerra, se convierte en la voz del pueblo vasco en aquella hecatombe mundial, pero como lo había hecho y haría el Gobierno vasco en funciones en tierra propia y luego en el exilio, cuidando, protegiendo y derivando la masiva expatriación vasca (unos 250.000 vascos/as, ancianos y niños salieron en 1937) para procurarles cobijo en Francia, Inglaterra y Bélgica primero, y luego en América, que desde el norte al sur mantenía cerrada las cuotas de inmigración. Excepcional fue el decreto de Ortiz Lizardi, presidente de Argentina, señalando que los vascos tenían entrada libre al país, avalado por el respeto mantenido a los vascos derivados de las guerras carlistas y por el empuje de la Liga Internacional de Amigos de los Vascos.

Irujo no cesó en su trabajo político en los cuarenta años de su exilio, ni en su magno regreso a Euskadi, con más de 80 años. Abrió sus brazos a Noain, desbordada de gente que querían homenajear al viejo león de Lizarra que jamás dejó de intervenir por el salvamento, la tolerancia, el diálogo, la compasión. Cuando abrió los brazos desde la escalerilla de la frágil avioneta que nos lo devolvió, sentimos que jamás habíamos sido derrotados. Que éramos vencedores porque con Irujo retornaba el derecho a la vida, a la libertad de pensamiento, a la fraternidad humana.

A este hombre lo vamos a recordar en los 125 años de su nacimiento, porque como se dijo en la homilía de su muerte, hombres como él solo nace uno cada cien años.

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