Renegar del euskara es renegar de Navarra

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Recuerda hoy Aingeru Epaltza, en su columna Mugatik de Diario de Noticias y a cuento del Nafarroa Oinez del próximo domingo, la edición de 1992, celebrada también en Viana. En concreto, aludía al vídeo utilizado en aquella campaña. En él, personas de diferentes nacionalidades proclamaban lo importantes que son los idiomas a la hora de definir a los países. ¿Se imagina alguien –decían ellos y repite Epaltza en ‘Raro, raro, raro’–, Tokio sin el japonés, Londres sin el inglés, Rabat sin el árabe o Berlín sin el alemán? Eta ez al da arraroa, euskararik gabe Nafarroa? (¿y no es raro una Navarra sin el euskara?), concluían todos.

Efectivamente, Navarra no se comprende sin el euskara. El que muestra su vitalidad dejándose oír en las calles de los pueblos y, también, de las ciudades, y el que se resiste a morir aferrado a los nombres de barrancos, ríos, colinas y valles, allí donde hace tiempo que dejó de utilizarse más allá de unas pocas palabras sueltas. A propósito de dicho legado silente escribí tiempo atrás la siguiente entrada. De un modo u otro, despierto o aletargado, el euskara es protagonista principalísimo del ser de Navarra. No es que sin el euskara Navarra se vea rara. Simplemente, no se ve. No se entiende. No se explica. Sin él, el viejo reino no dejaría de ser un mero apéndice de Castilla, un territorio asimilado, despersonalizado.

La derecha navarrera se empeña en otorgarles todo el mérito a los fueros, esa cosa vaga y poco comprensible para los propios navarros que llena a cada instante su boca. Pero los fueros sólo sostienen una cierta autonomía fiscal que, eso sí, ha contribuido a que nos sintamos distintos, incluso especiales. Pero en modo alguno sostienen la navarridad. La historia, nuestra larga trayectoria como reino, nuestra condición, durante gran parte de dicha trayectoria, de territorio acosado, a la defensiva, ayudaron, qué duda cabe, a crear una conciencia colectiva… pero han pasado cinco siglos desde que Navarra dejó de ser estado independiente, y casi dos desde que perdimos la condición de reino y devinimos simple provincia.

Contar con una lengua propia, diferenciada, es sin duda el elemento más definitorio a efectos culturales de Navarra. Le pese a quien le pese el idioma es –no estoy haciendo ningún descubrimiento– el elemento primordial, fundamental, de eso tan amplio y a veces difuso que venimos en llamar cultura. Se imbrica con otros de tales elementos, como el folclore, los ritos, las tradiciones, los usos y las costumbres, actuando como amalgama de los mismos. Así, no es extraño que se afirme, incluso, que el modo en que un pueblo se expresa condiciona su modo de pensar.

El idioma no sólo es mero cauce, también es germen. En torno al euskara gira todo un universo que incluye, además de una forma particular de expresarse, una manera de divertirse, relacionarse, cocinar, vestirse, incluso de orar. Se trata de un universo particular perfectamente perceptible incluso por quienes desconocen el idioma. Un partido de pelota en el Labrit, un menú de sidrería, el Iruñea kantuz de los primeros sábados de mes, el Mendigoizaleen Eguna, el Olentzero… Universo que nos aúna y que nos distingue, y que permite que nuestros vecinos, incluso quienes no entienden de fueros ni de historia, nos reconozcan como navarros.

Días atrás una política con muy poco conocimiento o muy mala idea, Ana Beltrán, decía que «aquí –Navarra– no habla euskera prácticamente nadie». Se manifestaba en tales términos para criticar los esfuerzos del Gobierno navarro por conseguir la captación de la ETB en el territorio foral. Le faltó añadir «ni falta que hace». Porque la pepera no pronunció tales palabras para lamentarse de algo que, de resultar cierto, sería triste, sino para criticar que se adopten medidas para evitarlo. Los navarreros, tanto los de la marca UPN como los del PPN, reniegan del euskara. Lo observan con aversión.

Cuando lo observan. Porque, como he señalado, Beltrán ni siquiera lo ve. O mejor dicho, no lo oye. ¿Será que sus oídos baturros no reconocen el euskara cuando lo escuchan? ¿O será que como sus correligionarios de derechas no acostumbra a pisar la calle ni a codearse con la chusma? Cada quien tiene sus líneas rojas. La de Beltrán debe de ser el paseo de Sarasate, que separa los ensanches del Alde Zaharra y los barrios al otro lado del Arga, esos nidos de podemitas y batasunos. Como supongo que siquiera durante los sanfermines sí que atraviesa esa línea, imagino que su discapacidad visual y auditiva tiene más que ver con las orejeras que lleva puestas. Muy a juego, por cierto, con sus orejas de burro.

Porque sí, hay que ser muy pero que muy burro para presumir de navarrista y renegar del euskara, la lingua navarrorum.