La solidaridad de los perturbados

Desde la época en que, con mi grupo de amigos y amigas de toda la vida, nos dedicábamos al teatro aficionado, nos quedó un brindis, tomado de ‘La fierecilla domada’ de Shakespeare, quizás su comedia más inquietante, que recuperamos a menudo cuando nos encontramos para celebrar cualquier cosa: «¡a la salud de los tiradores que yerran!». En el contexto de la comedia, la frase viene a ser un reconocimiento de los errores felices, de las equivocaciones que terminan bien y de los beneficios del azar que enderezan lo que estaba mal encaminado. Equivocarse, según el brindis, puede ser, de alguna manera, otra forma de acertar.

He pensado a menudo en este brindis a raíz de algunas sonoras equivocaciones colectivas, en el ámbito internacional, que, recientemente, dibujan un panorama de futuro más bien turbio y que parece que contradicen el optimismo del brindis shakespeariano. Brexit, Rajoy, Trump, Colombia… Decisiones colectivas que llevan a dudar razonablemente de que sean acertadas. Sobre todo si se tiene en cuenta que el legítimo malestar que provocan decisiones políticas como éstas termina por orientar no una salida que pueda resolver los problemas que hay en la base del malestar sino, más bien, el aumento de los problemas que precisamente se pretende resolver.

En ocasiones como éstas, vuelvo siempre a dos actitudes morales que me parecen modélicas para orientar la acción política.

Por un lado, Léon Blum, a quien recordaba con emoción Emmanuel Lévinas en su libro ‘Humanismo del otro hombre’: «Nuestra época -escribió- se define […] porque es acción para un mundo que viene [ …]. En la cárcel de Bourassol y en el penal de Pourtalet, Léon Blum terminaba un libro en el mes de diciembre de 1941. Y escribía: «Nosotros trabajamos en el presente, pero no para el presente. Cuántas veces, en las reuniones populares, he repetido y comentado las palabras de Nietzsche: ‘Que el futuro y las cosas más lejanas sean la regla de todas las cosas presentes’»». ¡Y lo escribía en 1941, cuando Europa se hundía! Y Emmanuel Lévinas añadió: «Hay vulgaridad y bajeza en una acción que no se concibe más que para lo inmediato, es decir, a fin de cuentas, para nuestra vida. Y hay por el contrario una nobleza inmensa en la energía liberada de la presión del presente. Actuar por las cosas lejanas […] es la cima de la nobleza».

Por otra parte, Jan Patocka, el filósofo checo que murió en 1977 después de diez horas de un brutal interrogatorio policial y que es autor de la mítica ‘Carta 77’ en defensa de las libertades en la Checoslovaquia estalinista. Había escrito que la paz puede ser, también, a veces, uno de los rostros de la guerra, y que, una vez desencadenada la guerra, su víctima es la humanidad: «Es decir -añadió-, la víctima de la paz y de la luz». Fue en este contexto en el que escribió palabras aún hoy tan necesarias como éstas: «El hombre está encadenado a la vida por la muerte y por el miedo: es, por ello, extremadamente manejable». Y convertirnos en manejables es lo que hace, de la vulnerabilidad de nuestra situación, un peligro social y político en manos de gente sin escrúpulos.

Por ello, Patocka recordaba a menudo que hay que entender, en cada momento, dónde se juega la batalla en favor de la libertad y la justicia. Fue él quien habló de «la solidaridad de los perturbados». Decía que los perturbados son los que han hecho la experiencia traumática de la injusticia y que, por ello, están en condiciones de comprender qué debería conducirnos a una vida digna y que podría conducirnos a la muerte. «La solidaridad de los perturbados», escribió, vendría a ser la solidaridad de los que no se contentan con el actual estado de las cosas, en lo que tienen de injustas y desiguales, la solidaridad de los que comprenden lo que hay que hacer para conseguir una sociedad más justa e igualitaria. «La solidaridad de los perturbados», decía, es la única que «puede permitir decir ‘no’ a las medidas que eternizan el estado de guerra».

Hay quien, en esta guerra contra la injusticia y la desigualdad, entrega la trinchera al enemigo, precisamente el responsable del estado de las cosas, y quien, por el contrario, persevera no sólo en la defensa de las trincheras sino en su multiplicación en todas partes, para que otra situación y otro mundo sean posibles.

Como escribió el también filósofo Paul Ricoeur, prologando la edición francesa de los ‘Ensayos heréticos’ de Patocka, invocando a la vez a Hannah Arendt, la política no se puede definir sólo por la mera gestión de la economía o del mercado laboral, como la simple distribución de los recursos a disposición. La finalidad de la política, dijo, es «la vida por la libertad, y no la vida por la supervivencia o incluso por el bienestar». Quizás sea bueno recordarlo ahora precisamente que, en tantos lugares, y ante condiciones tan duras, en todos los sentidos del término, muchos sienten la tentación, quizá legítima, pero suicida, de entregar la posibilidad de trabajar para resolver los problemas a los que más harán por incrementarlos más todavía y por volverlos más graves e irreversibles.

ARA