Sobre patrias, banderas, etc.

A unos les entusiasma y les conmueve, con resultados positivos o funestos, a otros les deja indiferentes, o al menos eso afirman, sinceramente o no. El hecho, en cualquier caso, es que en todo el mundo el tema o materia de la patria y la nación, y las obsesiones benignas o malignas que de ellas se derivan, están presentes de manera formal, oficial, cotidiana y perpetua. Qué le vamos a hacer si las sociedades humanas funcionan así, al menos cuando pueden hacerlo. Qué podemos hacer si en Europa, sobre todo desde la Revolución francesa, ya llevamos cerca de dos siglos y medio con esta obsesión, y no hay indicios de que comience a desvanecerse. Y es muy instructivo leer al menos algunos de los libros abundantes y los infinitos artículos que en el Reino de España y en la prensa de su capital y de otras ciudades centrales o periféricas insisten permanentemente sobre la misma cuestión, incluso a propósito de las crisis recurrentes de un gran partido de izquierda: ¿es España, para el PSOE, una única nación, una nación de naciones, un Estado plurinacional? Si hablamos de símbolos comunes o varios, y especialmente de los textiles, una enorme bandera española es izada con gran pompa en Madrid el día de la Constitución, 6 de diciembre, a fin de que no haya ninguna duda sobre la identidad entre una cosa y la otra, y que el patriotismo constitucional no provoque tibieza ni ambigüedades nacionales. Una bandera tan grande como la que cada día izan y repliegan en la plaza del Zócalo de México, con ritual patriótico encendido, himnos, soldados, y ciudadanos con la mano en el pecho. Y un poco más al norte, en las escuelas de los Estados Unidos de América, el día comienza con promesa de lealtad a las barras y estrellas: “I pledge allegiance to the flag of the United States of America”, etcétera. Y así por el ancho mundo, incluidos los edificios públicos y gran parte de los privados de todos los reinos y repúblicas de Asia, África y Oceanía: sin obsesiones conflictivas generalmente, no como en Cataluña donde las banderas con estrella, sobre amarillo o sobre azul, deben competir no sólo con las cuatro barras simples, sino también con la compañía de la oficial de España, bajo pena de intervención judicial. Cuando en los cuarteles de la Guardia Civil dice «Todo por la patria», parece lo más natural del mundo, señal de devoción al bien común nacional. Cuando la buena gente de Cuba, asistiendo a una parada militar de puro estilo soviético, repite animosa aquello de «Patria o muerte: Venceremos», no se sabe muy bien qué victoria esperan aún después de más de cincuenta años, pero la supremacía de la patria es clara, incluso ahora que el profeta inicial de la victoria ha ascendido a la patria celestial.

Cuando el señor Maduro, siguiendo la alta doctrina chavista, repite cada día que sus adversarios son traidores a la patria, o cuando Evo Morales predica un encendido patriotismo boliviano, el pensamiento progresista universal admira incondicionalmente el discurso de estos líderes. La patria, la nación, la independencia, son presentadas como valores permanentes y supremos por las viejas o nuevas revoluciones, y no hay nada que decir. Mientras tanto en el Reino de España, un pacífico y poco llamativo patriotismo catalán, por ejemplo, es atacado a menudo como idea pasada de moda, antipática y de derechas. En Cuba, en Venezuela, en Bolivia, todo es nacional y patriótico, obsesiva, incesantemente, y por lo mismo muy revolucionario: no sé si será cosa del clima, y «patria o muerte» es un producto tropical. Sé que si, en Cataluña o en el País Valenciano por ejemplo, alguien aplicara a la patria propia un eslogan de ese estilo, sería objeto de burla y sarcasmo. Incluso si afirmamos que la patria no merece una muerte, propia o ajena, pero sí un poco de esfuerzo para garantizar su supervivencia, seremos acusados de obsesivos o de cosas peores. Entiendo al Papa emérito de Roma, el tímido Benedicto, cuando se quejaba de las miserias del relativismo doctrinal. Porque hay un punto de cinismo, de mala fe y mala baba, cuando según qué patriotismos, obsesiones, himnos, eslóganes, banderas solemnes, son considerados admirables, progresistas, de izquierdas e incluso revolucionarios, y según cuales (el catalán, por ejemplo, para gran parte de los «intelectuales y políticos» españoles…, incluidos muchos catalanes) son vistos como apolillados, pasados, superados y de derechas. No sé si este defecto de la vista tiene solución, o si es una enfermedad crónica o un caso igualmente crónico y clásico del masoquismo ideológico que ha hecho tantos estragos en este país. Como pensar que en el País Valenciano, por ejemplo, sin decir nunca su nombre, y sin «nacionalismo» propio, los hospitales, las escuelas y el transporte urbano funcionarán mejor.

EL TEMPS