No habrá futuro sin buen gobierno

El artículo de Xavier Antich en el ARA del pasado miércoles, «Doscientas setenta y dos palabras», me lleva a escribir este de ahora. (A veces, el oficio de escribir artículos es un diálogo entre los que tenemos el privilegio de dirigirnos periódicamente al lector, trenzando hilos argumentales que, con el debate, se refuerzan.) Xavier Antich terminaba su artículo con la referencia a uno de los muchos episodios brillantes de ‘The West Wing’ (¡qué gran serie para desvelar vocaciones políticas!) en el que unos altos funcionarios, aburridos de su propia rutina, de repente se dan cuenta de la alta responsabilidad que deben asumir, y saben reaccionar con una renovada vocación de servicio. Y es esta imagen -como ocurre con aquellas cerezas que tirando de ellas dos te salen dos más- la que me ha llevado a la reflexión de ahora: mientras el debate político en público discute de grandes ideologías políticas, las lamentaciones de los ciudadanos sin voz pública hablan de la ineficacia de la administración y del mal gobierno.

El caso es que en los papeles y en las tribunas hablamos de los modelos de sociedad, del neoliberalismo y el patriarcado, de la era de la postverdad, de la sociedad líquida o de las posibles -o fantasiosas- alternativas al sistema. Y se discute de si hay que tener ejército o no, de si la escuela pública se debe comerse a la concertada o de si, por principios y al margen de costes y resultados, los servicios de la sanidad pública pueden ser gestionados o no privadamente. Pero en la calle el ciudadano se queja de la mala gestión del transporte público, de la suciedad de las calles, de la permisividad ante los comportamientos incívicos, de las inversiones mal hechas, de la corrupción a derecha e izquierda, de la lentitud de la justicia, los impuestos mal cobrados, de las colas en urgencias, los maestros mal formados o de la desidia presupuestaria en cultura… en definitiva, lo que le alarma es el mal gobierno. Y tanto es así que, más allá de las declaraciones y la propaganda a favor de una independencia que parece que nos permitiría atar los perros con longanizas, en voz baja muchos se preguntan con el corazón encogido si, más allá de las grandes promesas, nos sabremos gobernar bien.

Xavier Antich, en su artículo, defendía el retorno a las grandes virtudes -si es que las hemos tenido alguna vez-, citando el texto ‘Las pequeñas virtudes’ de Natalia Ginzburg. No afirmo lo contrario. Sólo digo que, más allá de la retórica de las grandes palabras, se debería hacer una reflexión profunda sobre qué significa gobernar bien. Porque mi opinión es que no hay mayor objetivo en política que el del buen gobierno. Y que los gobiernos caen o suben no tanto por las grandes promesas -los ciudadanos somos menos estúpidos de lo que piensan los analistas- sino por la confianza que transmiten los candidatos a la hora de saber gobernar mejor los intereses legítimos del ciudadano.

Es un hecho que constato de vez en cuando: mientras los líderes políticos y sociales del proceso hacia la independencia se empeñan en creer que a los catalanes nos preocupa el modelo futuro de sociedad y que es eso lo que nos hará decidir en un referéndum, a ras de suelo sólo escucho decir que se tienen muchas dudas sobre si nos sabremos gobernar mejor, sea cual sea el modelo de sociedad que se haya de gobernar.

El gran problema es que la garantía de mejor gobierno pasa por una reforma profunda de la administración pública, que es un debate con poca épica y que nos enfrenta con la que ha sido nuestra propia incapacidad desde 1980. Pero es de eso que realmente depende conseguir una mayoría electoral para ganar el referéndum. La sociedad que vendrá ya la irán decidiendo las nuevas generaciones en futuras elecciones. Pero el buen gobierno debería ser la constante, sea quien sea el que gobierne. Y es, en el fondo, la principal promesa de futuro de la independencia que muchos queremos.

ARA