¿Como que la música no deja nada por pensar?

Por poco que se piense, es muy curiosa la opinión que un filósofo tan relevante como Kant tenía de la música. Cuando dibuja, siguiendo la costumbre de la época, una sistemática de las artes, pone en lo alto, como tantos otros, la poesía. «El poeta -escribe Kant- promete poco y anuncia sólo un juego con ideas, pero hace algo que es digno de atención: proporciona, jugando, alimento para el entendimiento y da vida a sus conceptos mediante la imaginación». Precisamente por contraste con la poesía, Kant considera la música, incomprensiblemente, como la más ínfima de las artes, incluso por debajo de la jardinería, ya que, si se considera el valor de las diferentes artes, como propone, «según la cultura que provocan en el espíritu, y si se toma la expansión de las facultades que se juntan en el juicio para el conocimiento, entonces la música, entre las bellas artes, ocupa el lugar inferior […] en la medida en que sólo juega con las sensaciones».

Así, deduce, la música «habla mediante sensaciones puras, sin conceptos y por eso no deja, como hace la poesía, nada para la reflexión». Según Kant, pues, si la música proporciona placer, y es indiscutible que lo proporciona, es un placer menor, ya que la fruición, considera, se termina en el oído, y no deja nada para el pensamiento. Teniendo en cuenta que Kant escribe esto en los años que la música de Haydn y Mozart es conocida y reconocida, es difícil no pensar si padecía alguna patología auditiva grave o si el problema era, más bien, simplemente, de pura insensibilidad. En cualquier caso, sólo treinta años después Schopenhauer, haciendo el mismo ejercicio que Kant, pondrá la música tan en lo alto de las artes que incluso, dice, configura un mundo propio: la música a un lado y todo el resto de las artes en otro

En realidad, la música siempre jugó, en todas las mitologías fundacionales, un importante papel civilizador. En las culturas más diversas, junto a los grandilocuentes relatos que explican el origen del mundo y de las cosas, aparece invariablemente una vieja melodía que es, paradójicamente, el origen de una forma de sentir y de habitar el mundo profundamente humana. Junto al ruido de los elementos, del fuego y de las tormentas, pronto se escucha una vieja tonada, cantada en voz baja por una voz o emitida, de manera casi despreocupada, por una flauta o unas cuerdas pulsadas, si no unos ritmos extraídos de la percusión sobre las superficies más inverosímiles. Puede ser un dios que da la música a los humanos o uno que los seduce irresistiblemente y les hace sentir, por un momento, la ilusión de eternidad; puede ser uno que paraliza la naturaleza con el encanto de una melodía o uno que revive nostálgicamente el recuerdo de los que han desaparecido. Puede ser también, simplemente, una melodía en la intimidad familiar de unos brazos que acunan su niño, un canto que acompaña el trabajo de la tierra, el ritmo de una danza festiva o una música con la que una comunidad llora su destino fatal. Puede ser también una música que exprese las más secretas esperanzas e ilusiones, el deseo de una trascendencia siempre desconocida, los miedos ante la incertidumbre del futuro o las heridas que ha ido escribiendo la vida. No hay música que no diga nada, como tampoco la hay desligada de la vida. ¿Qué quiere decir que no deja nada para el pensamiento?

Las primeras palabras europeas sobre la música, escritas por los pitagóricos en griego, expresaban la profunda sintonía que liga el orden musical con la perfección geométrica de los movimientos estelares. Nosotros, sin embargo, sabemos que la música no es divina, sino justamente la más humana de las artes, porque nunca, para sonar, puede desligarse del cuerpo que la emite.

ARA