Vivir en tal año y en tal siglo

Vivir en un tiempo numerado -pensar «naturalmente» que todo el planeta «está» en el mismo siglo y año: segunda década del siglo XXI , últimos días del año 2016 o primeros del 2017- es algo absolutamente original, insólito y por completo excepcional si consideramos el breve presente y el largo pasado del conjunto de las sociedades humanas. A Tucídides, por ejemplo, que es mi «padre de la historia» preferido, no se le habría ocurrido poner fechas y años en su ‘Historia de las Guerras del Peloponeso’ . Nunca pensó (¡no podía!) que había que «situar» en tal año de tal siglo los hechos narrados: los griegos, y todo el mundo y en todas partes, los situaban en términos de proximidad o lejanía respecto de otros hechos cercanos o conocidos, y basta. Como si nosotros no pudimos hablar de la «Guerra del 36» o «del 1914-18», de la cual hace un siglo , sino únicamente de la Guerra del tiempo de nuestros padres, o de la guerra de los bisabuelos. Eventualmente, los griegos hacían referencia al arconte ateniense, como los romanos al año del consulado: «siendo cónsules Tal y Tal», esto era el equivalente de la fecha, y quien no tuviera muy buena memoria podía consultar los archivos del Capitolio… En tiempos helenísticos se puso de moda contar según una hipotética cronología de los cuatrienios olímpicos (el año tercero de la Olimpiada veintisiete, por ejemplo: pero ¿cómo debía aclararse el común de la gente?), al igual que los romanos empezaron a contar ‘ab urbe condita’, año tal desde la fundación (mítica) de la ciudad. Pero una cosa y otra no pasaron nunca de ser un rasgo formal y erudito, y la gente de la calle ni sabía que existían las cronologías: no vivían en ningún año ni en ningún siglo. Para nosotros, es inevitable situarnos en el año tal y en el siglo tal, y situar también los hechos y nombres antiguos en algún punto concreto del siglo II dC, o del V aC, o de lo que sea (ahora, por no hacer alusión a Cristo, que parece que hace feo, hay quien cuenta como «era común», ¡y basta!). Para los «otros», era simplemente imposible situarse en el tiempo de esta manera: los antiguos, y gran parte de la gente medieval, y el resto de la humanidad, no han podido nunca verse como los modernos los vemos, ni atribuirse en la historia y en el tiempo el lugar que nosotros inevitablemente les atribuimos. Quizás san Agustín ya podía algo, y sin duda Santo Tomás y los escolásticos medievales podían ya, definitivamente, verse en el punto del tiempo en que nosotros los vemos. Para quienes el ‘punto cero’ -el nacimiento de Cristo, la bajada de Dios- ya estaba consolidado y por tanto el tiempo ya podía ser lineal, un tiempo ordinal, ordenado: hasta que el Señor de la Historia, no los hombres, decidiera que ya había suficiente. El calendario judío, por su lado, comienza con la creación del mundo, y el musulmán con la huida o hégira de Mahoma: también un punto cero.

Lo que resulta hasta cierto punto sorprendente, vista la lentitud e irregularidad de su difusión durante tantos siglos, es la absolutización universal que después (durante los tiempos que llamamos modernos y contemporáneos) se ha hecho, de aquel «punto cero» cristiano: no ya como hecho central de una historia humana expresada en términos de proyecto divino, sino como fundamento de una cronología universal y como única manera, no divina sino práctica y humana, de expresar nuestro tiempo, y también todos los tiempos: este tiempo tan arbitrario, tan inexistente en sí mismo, se ha convertido en el tiempo de toda la humanidad. Todos viven ahora (incluidos los musulmanes, los judíos, o quien sea que gaste todavía una «era» propia) de grado o por fuerza en el mismo día del mismo año universal, y además lo saben: esto no había pasado jamás, es algo realmente fabuloso, una revolución mundial, metafísica, una experiencia inesperada, increíble. ¡Y tan «obvio» como parece! Está claro que la unificación del tiempo, vivir en los siglos y los años, no pasa de ser un efecto de la expansión colonial europea, como las armas de fuego, la burocracia y la electricidad. Pero esta es la condición moderna universal, y la mayor parte de ustedes recordarán la expectación (a menudo alarmista y estúpida) que hubo hace pocos años cuando se acercaba el final del segundo milenio de un hecho tan puntual -y de fecha tan incierto- como el nacimiento de un judío de nombre Jesús, y prácticamente toda la humanidad estaba llena de una expectativa concreta o difusa. Un resultado de la teología, de las cábalas de la Iglesia de Roma, y del sistema decimal: dos mil años de un año cero divino, veinte veces cien años, números absolutos, arbitrarios y míticos, siglos, milenios, y la antigua idea oriental, mesopotámica o hebrea, de que el mundo se ha de acabar algún día. De modo que vayan pasando ustedes las hojas del calendario, y descansen: todo es pura ilusión, todo es falso, todo es mito, y son ganas de numerar la eternidad.

EL TEMPS