«Francia. ¿Qué identidad nacional?»

Francia es el modelo de Estado nación por excelencia. De todas las naciones europeas Francia sería la más exitosa, la que habría conseguido más eficazmente que ninguna otra su unidad. Además, es uno de los modelos clave para la extensión en todo el planeta de la idea de nación moderna. Pero, en las dos primeras décadas del siglo XXI, Francia parece una nación atravesada por contradicciones y fracturas de un alcance como nunca antes habían sido visibles. Los atentados de los años 2015 y 2016 han contribuido a acelerar las incertidumbres. La nación orgullosa de la revolución de 1789 -convenientemente reinventada y fijada en los años de la Tercera República- se mira en el espejo y se encuentra difuminada. El Hexágono, en tiempos de construcción europea y de globalización, ve cómo la solidez de su geometría se tambalea. «Francia. ¿Qué identidad nacional?», De Anne-Marie Thiesse deshace la mayor parte de los mitos que han rodeado los relatos sobre la construcción nacional francesa en la modernidad. La naturaleza intensamente cultural y no sólo política de la nación francesa, el alcance real de lo que hay que considerar como nacionalismo francés, los límites de la integración -racial, sexual, de clase- de la nación, el mantenimiento de la diversidad lingüística y cultural, son algunos de los aspectos abordados en los diez capítulos que forman la obra. Anne Marie Thiesse, en este volumen imprescindible, aplica al caso francés las teorías sobre la nación como «comunidad imaginada». Considerada la autora más importante en el ámbito francés del estudio de los fenómenos nacionales, su obra es un referente inexcusable a la hora de entender el pasado y el presente de Francia, un Estado que sintetiza las tensiones sociales, culturales y políticas que laten en el corazón de Europa. El libro, publicado en francés en 2010, ve ahora la luz, traducido por Marta García Carrión y Ferran Archilés, en la colección «El mundo de las naciones», coedidada por la Editorial Afers y Publicaciones de la Universidad de Valencia.

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Prólogo a la edición de la colección «El mundo de las naciones»

El tema político más internacional al principio de nuestro siglo XXI, el que el conjunto del mundo suscita los debates más pasionales, es sin duda el de la identidad nacional. La cuestión se ha convertido en central en las posiciones de los partidos políticos y en las campañas electorales en todos los continentes y en los países más diversos, independientemente de su superficie o desarrollo económico. ¿Quizás es una paradoja sorprendente esta intensificación de las referencias a la identidad nacional en la era de la globalización? Los procesos complejos comprendidos en el término de globalización hacen referencia a nuevas formas de funcionamiento y (des)regularización económica, financiera y de información que no se inscriben ya en el marco anterior, el de los Estados.

El inicio del siglo XXI, incontestablemente, cuestionó mucho los poderes estatales determinantes antes para el control de los mercados, de la producción, de los flujos financieros o de los intercambios. ¡El Estado, sin embargo, no es la nación! La confusión frecuente entre Estado y nación descansa en la expansión a lo largo de los dos últimos siglos del Estado nación, una forma política que asocia estrechamente estas nociones distintas. El Estado lo conforman las instituciones, un espacio en el que se ejercen las leyes y las fronteras. La nación, según la célebre fórmula de Benedict Anderson, es una «comunidad imaginada», un conjunto de representaciones colectivas, un sentimiento de pertenencia con gran poder de movilización. En el marco de la globalización, las nuevas relaciones de fuerza que ejercen los estados o las disputas que avivan las rivalidades entre estos reactivan con fuerza los interrogantes sobre la nación, percibida después de dos siglos como la comunidad más natural y más legítima.

El debilitamiento del Estado o las insatisfacciones que suscita son a veces reinterpretadas como consecuencias de una desnaturalización de la comunidad nacional, o atribuidas a situaciones de opresión o de agresión sufridas. Redirigir, depurar o liberar la nación sería, pues, un medio de restaurar las funciones anteriores del Estado, o bien permitir a la comunidad nacional existir plenamente en las nuevas relaciones de fuerza de la escena política mundial. Si la identidad nacional había sido más o menos contestada con fuerza durante décadas por la identidad de clase, otra «comunidad imaginada» fuertemente movilizadora, el hundimiento de la URSS y del comunismo de inspiración marxista ha vuelto a poner por delante de la cuestión social la cuestión nacional. Internacionalismo y nacionalismo: la historia del siglo XX ha estado marcada por la relación compleja entre estos dos grandes principios políticos. Sin embargo, en la nueva configuración mundial, es la relación entre afiliación nacional y afiliación religiosa la que focaliza la atención.

Incluso si la identidad nacional es uno de los retos políticos más comunes hoy en día en el planeta, cada caso es singular. Las referencias a la identidad nacional remiten a historias políticas distintas y configuraciones ideológicas particulares. Francia es uno de los casos en el que la relación Estado nación está más fusionada y teorizada con más abundancia. El «retorno de la cuestión nacional» que se ha producido en los debates políticos durante los años noventa del siglo XX ha destacado sistemáticamente la oposición entre dos concepciones de nación: por un lado, la concepción «a la francesa», que se fundamentaría en la adhesión individual y racional a un contrato político, surgida de los principios de la Revolución de 1789, y, por otro, la concepción «a la alemana», determinista, étnico-cultural, heredera del Romanticismo. Esta dicotomía extrema que atribuye a Francia una identidad progresista, respetuosa de los derechos individuales, y a su «enemigo hereditario» de la modernidad una identidad prefiguradora del racismo y el nazismo, se ha convertido en la última década del siglo XX en un lugar común de los discursos mediáticos y políticos en el espacio francés.

Estos discursos, por cierto, asimilan normalmente la nación (francesa) y la República. Desde los años noventa, se han lanzado innumerables llamadas a defender o restaurar los valores de la República. Estos valores de la República estarían amenazados principalmente por la globalización, por la Unión Europea y por la inmigración (sobre todo por la musulmana). Un contramodelo muy denunciado en los debates franceses es el multiculturalismo, considerado una especificidad anglosajona perniciosa para la República. Llamado «comunitarismo», a menudo de manera muy peyorativa, este modelo negativo se opondría a la cohesión nacional francesa, que sería incompatible con cualquier tipo de reconocimiento legal de la diversidad. La construcción nacional de la Francia moderna desde la guerra civil y la guerra extranjera que siguieron a la Revolución de 1798 ha estado, como es sabido, marcada por el jacobinismo: por un lado, un fuerte centralismo del Estado y, de otra, un combate contra las culturas y lenguas regionales, consideradas como vestigios del Antiguo Régimen y como armas de la reacción antirrepublicana. Esta evolución de larga duración que liga unidad nacional y uniformidad legal, incluso cultural, del territorio se ha intensificado durante la década de 1990. En el momento en que el Estado francés se comprometía con la intensificación de la construcción europea, los parlamentarios modificaban la Constitución y en 1992 introducían, por primera vez en la historia, una declaración lingüística: «la lengua de la República es el francés».

La precisión podía parecer extrañamente tardía, ya que la generalización del uso de la lengua francesa en el territorio nacional se había conseguido desde hacía décadas. De hecho, esta precisión ha permitido declarar contraria a la Constitución francesa la Carta europea de lenguas regionales o minoritarias. El cambio del siglo XX al XXI ha sido, de hecho, fértil en combates culturales desarrollados en nombre de la defensa de una identidad francesa amenazada: defensa de la lengua francesa en la rotulación pública, medidas para la protección de la canción, del cine y de la cultura francesa contra la industria cultural norteamericana. En el mismo período comenzó el combate contra el «comunitarismo» religioso, acusado de amenazar uno de los valores supremos de la República: la laicidad. La ley francesa de 1905 sobre la separación de Iglesia y Estado ha sido sistemáticamente invocada en el período reciente, particularmente a propósito de los comportamientos de la población musulmana. En los medios de comunicación y en los medios políticos se ha debatido regularmente sobre la laicidad, sus reglas y las infracciones a reprimir. Las problemáticas se han desarrollado, retomado e incrementado incansablemente: ¿la laicidad permite admitir en los establecimientos escolares públicos a las jóvenes que llevan el velo islámico, se puede distinguir en relación con este tema entre instituto y universidad, se puede admitir que una mujer completamente tapada por velo circule por la vía pública o conduzca un coche, se puede aceptar que todas las carnicerías de un barrio sean «halal», se puede prever comida sin cerdo para los alumnos en los comedores escolares públicos?

El pasado colonial de Francia, una nación que fue cabeza de un imperio en el que los principios republicanos no se aplicaban a los «indígenas», constituye un transfondo omnipresente pero poco explícito de estas polémicas. La definición de la historia nacional, especialmente por los programas escolares, se ha convertido en un tema recurrente de debate político: ¿qué lugar hay que acordar para un pasado «poco glorioso», muy diferente de la historia de Francia triunfal que durante mucho tiempo los manuales escolares habían propuesto como modelo cívico para la juventud?

El aumento en la potencia electoral del Frente Nacional, en un contexto de desindustrialización, deslocalización de empresas, de paro creciente, ha contribuido a poner en primer término de la escena las problemáticas identitarias, ya que el argumentario principal de este partido las despliega constantemente. El «soberanismo» reclamado por el Frente Nacional combate contra la Unión Europea, pero denuncia sobre todo la inmigración como el peligro absoluto para la nación. Identidad nacional e inmigración se han constituido desde entonces como polos antagónicos. En 2007, durante la campaña electoral para la elección presidencial, Ségolène Royal, candidata socialista, y Nicolas Sarkozy, candidato de la derecha liberal, desarrollaron sistemáticamente sus concepciones de la identidad nacional, un tema hasta entonces raramente situado en el primer plano del discurso de sus formaciones políticas. Elegido en mayo de 2007, Nicolas Sarkozy creó en el nuevo gobierno un «Ministerio de Inmigración, Integración, Identidad nacional y Codesarrollo». Inmigración e identidad nacional: el nombre del ministerio, que consagraba oficialmente la puesta en oposición binaria de estos dos términos, suscitó intensas polémicas. En octubre de 2009 este ministerio, entonces confiado por Nicolas Sarkozy a un diputado proveniente del Partido Socialista, lanzó oficialmente un «gran debate sobre la identidad nacional». Este proceso se presentó como una respuesta a las «preocupaciones elevadas por la reaparición de algunos comunitarismos», y tenía principalmente el objetivo de «hacer emerger acciones que permitan reforzar nuestra identidad nacional y reafirmar los valores republicanos y el orgullo de ser francés». Incitaba a los franceses a participar en reuniones públicas sobre el tema o a dar su opinión en un sitio de internet creado para la ocasión. El «gran debate», bastante rápido, desencadenó la expresión de propuestas xenófobas, incluso racistas, hasta entonces consideradas ilegítimas dentro del espacio político oficial. El proceso suscitó vivas críticas y malestar en el ámbito político mismo del presidente de la República, y fue interrumpido antes de su final, a principios del año 2010. Pero la iniciativa había mostrado las dificultades, las incertidumbres, las confusiones de los ciudadanos franceses ante las cuestiones identitarias.

Este libro fue publicado algunos meses más tarde, «en frío», como una tentativa de proponer reflexiones y recuperar algunas informaciones, a partir de los temas desarrollados en el debate abortado: la definición de la nación y de la identidad colectiva, la cuestión de la lengua nacional y de las culturas regionales, la historia nacional y sus usos, la práctica religiosa y la ciudadanía, la xenofobia en un país de sucesivas inmigraciones… Se puso el énfasis en una aproximación histórica. Las polémicas identitarias están, en efecto, caracterizadas por «la esencialización» de una identidad que se considera inmutable a través de los siglos, mientras que la identidad colectiva es siempre el resultado evolutivo de procesos complejos y cambiantes.

La crisis migratoria de la década de 2010 y los atentados terroristas han contribuido a intensificar las cuestiones identitarias en el espacio público y mediático, tanto en Francia como en toda Europa. La continuidad en el corto plazo no debe enmascarar las profundas mutaciones en las organizaciones identitarias y sus consecuencias. Hace un siglo, el poder de los nacionalismos tuvo como consecuencia la escalada hasta los extremos de una guerra en la que los europeos se mataron a millones. El enemigo absoluto de la nación era entonces otra nación, a menudo vecina. Pero la cartografía de los conflictos identitarios del siglo XXI que ha comenzado es completamente diferente: en la Europa actual el enemigo a temer no es tanto otra nación como una población inmigrante, identificada sobre todo en términos religiosos. La angustia identitaria máxima se dirige hoy hacia los nuevos «marranos», inmigrantes que habrían tomado la identidad formal de la nación en la que residen guardando secretamente a pesar de todo su identidad de origen, radicalmente hostil en el país de acogida. Aquí está la verdadera paradoja de la identidad nacional: su importancia en los debates públicos se sostiene porque es considerada como una realidad inmutable, capaz de definir claramente una población en todos sus contextos históricos, aunque, de hecho, es una representación compleja e históricamente variable.

Anne-Marie Thiesse

«Francia. ¿Qué identidad nacional?»

«Prólogo a la edición en catalán», pp. 11-16

Editorial Afers & Publicaciones Universidad de Valencia

EDITORIAL AFERS

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