Víctimas y victimarios

Esto no podía terminar bien. Cuando, en 1999, un Gobierno de José María Aznar tomó la iniciativa de legislar que todas las personas objeto de atentados de ETA en cualquier fecha o circunstancia eran “víctimas” sin distinción ni matiz alguno, indiscriminadamente merecedoras de homenaje y dignas de recibir la Real Orden de Reconocimiento Civil a las Víctimas del Terrorismo, en ese momento se cometió un dislate histórico y una aberración moral. ¿Cómo iban a ser iguales en la consideración legal y social el jefe de la policía política franquista en Guipúzcoa, antiguo colaborador y émulo de la Gestapo, torturador de siniestra fama, y los niños del cuartel de Vic?

¿Cómo iban a ser equiparables ciertos jerarcas de la dictadura, bajo cuyo mandato se aplicaban estados de excepción mientras los “disparos al aire” mataban manifestantes a ras de tierra, y los clientes de Hipercor, o los guardias civiles de la plaza de la República Dominicana, o los policías de la Creu Alta, servidores uniformados de la democracia?

Por otra parte, el legítimo celo en la persecución de la barbarie etarra después del franquismo llevó a introducir en el Código Penal enunciados como el del artículo 578, que dice entre otras cosas: “la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas del terrorismo o de sus familiares se castigará con la pena de prisión de uno a dos años”.

La combinación entre ambos elementos está empezando a dar resultados grotescos. De un lado, ciertas asociaciones de víctimas y plataformas de extrema derecha tratan de convertir la figura penal de la “humillación” en una mordaza a la libertad de expresión de cantantes poco convencionales, de usuarios de Twitter poco reflexivos, de ayuntamientos de Euskadi y Navarra, etcétera. Los casos del concejal madrileño Guillermo Zapata, o de la militante de la izquierda abertzale Jone Artola, cuya mera designación como txupinera de las fiestas de Bilbao de 2013 fue considerada atentatoria contra la “dignidad de las víctimas de ETA”, ilustran hasta dónde puede llegar una interpretación insensata del artículo 578.

Pero la insensatez experimenta un alarmante salto cualitativo cuando la fiscalía de la Audiencia Nacional pide dos años y medio de cárcel y tres de libertad vigilada para la estudiante Cassandra Vera por haber publicado en Twitter unos chistes sobre la muerte del almirante Carrero Blanco, chistes que el fiscal considera “graves mensajes de enaltecimiento del terrorismo”.

Ignoro si el fiscal lo sabe, pero en 1973 Luis Carrero Blanco era, además de presidente del Gobierno —de un Gobierno ilegítimo— y brazo derecho del Caudillo, el guardián designado para que la ya cercana sucesión lo fuese a una “monarquía del 18 de Julio” perfectamente antidemocrática. Tal como escribió por entonces un periodista francés, el esquema del régimen para el día después de Franco era “un rey de paja y un canciller de hierro”.

En estas condiciones, no creo que en la España de aquel diciembre hubiese millones de desalmados enaltecedores del terrorismo, pero es un hecho irrefutable que millones de demócratas celebraron —celebramos— la desaparición de quien era el cerrojo del cambio. Y que circularon al respecto montones de chistes, el más inocente de los cuales decía ‘¿sabes que en Madrid van a cambiarle el nombre a la calle de Claudio Coello? Sí, ahora se llamará calle del Buensuceso…’. Y que hubo incontables alusiones jocosas al “vuelo” del almirante. Comprendo perfectamente que a la nieta de Carrero tales expresiones le duelan o repugnen —su carta a EL PAÍS, en todo caso, la honra— pero, en términos históricos, son del todo comprensibles. ¿Verdad que no es preciso apelar al padre Mariana y a su doctrina sobre la legitimidad del tiranicidio para entenderlo?

Dicho lo cual, supongo que la vigilante fiscalía de la Audiencia Nacional ya ha emprendido acciones contra Jaime Alonso García, hasta hace poco vicepresidente ejecutivo de la Fundación Nacional Francisco Franco. Según ha declarado dicho sujeto, Franco, “un católico ejemplar”, “fue un hombre enormemente humano y tenía un nivel de tolerancia muy importante”; su régimen “sólo fusiló a 23.000 personas, y no fue por capricho”; en fin, “Franco es un referente, siempre será la solución a todos los problemas que pueda tener España”.

Si estas manifestaciones públicas no constituyen un caso flagrante de enaltecimiento del terrorismo franquista, de menosprecio y humillación a sus cientos de miles de víctimas, que baje Dios y lo vea.

EL PAÍS