El paso del tiempo, el futuro, 1 y 2

Como esta aportación mía semanal comenzó en 2017 con una pequeña reflexión sobre el tiempo que pasa, o más bien «cómo» pasa, entre siglos y años, me permitirán hacer otra, un poco más larga, sobre el tiempo que no ha pasado, el tiempo futuro. Tucídides, en la célebre «introducción y método» a su ‘Historia’, afirma que una de las razones que le han movido a escribirla es que espera que servirá para las generaciones futuras, ya que hechos y condiciones similares probablemente se volverán a repetir «katà tá anthrópina», según «las cosas humanas». Y las «cosas humanas», en todo caso, no parece que caminan hacia la perfección ni hacia algún final que Alguien ha definido: la historia no es, para los griegos, una evolución ‘hacia’ alguna parte o punto. No está hecha de acumulaciones, etapas y progreso, sino de repeticiones. Como máximo, cuando el presente sea visto como «mejor» que el pasado, lo será en términos de poder y de estabilidad territorial de este poder. Como en el historiador griego Polibio, contemporáneo y admirador de la expansión imperial de la Roma republicana, que define precisamente la superioridad de su narración por ser una «historía Katholike», de valor universal, en la que el poder de Roma sobre toda la «tierra habitada» es el signo de que los tiempos han alcanzado una madurez antes no conocida. O sea, lo que ahora llamaríamos «el fin de la historia»: se llega al ‘orden universal’, punto y final, no se puede avanzar más, y el futuro ya sería una continuación indefinida del presente. Así es como, en cierto modo, lo vieron durante mucho tiempo los romanos (y quizás también los chinos, en el otro extremo del mundo…): no imaginaban qué podía haber después, ni cómo se podía terminar el presente y convertirse en un futuro diferente y nuevo. Con la llegada del cristianismo, sin embargo, esta perspectiva se da la vuelta por completo. El cristianismo, si bien se mira, no tiene ningún sentido sin el libro del Génesis, porque sin un acto puntual de creación no hay punto cero ni inicio de los tiempos. Y sin inicio de los tiempos no hay tampoco ni progreso ni final (la idea de «progreso», queridos lectores, ¡es un invento cristiano!). De hecho, sin esta forma de pensar el pasado no hay tampoco un futuro como culminación del proyecto divino… o de algunos otros proyectos, humanos pero más o menos divinizados, de paraísos futuros garantizados. Es dentro de esta visión lineal donde se sitúa la idea de nuevo comienzo, de un acontecimiento fundador y decisivo (la renovación de la historia y de la humanidad que significa la venida de Cristo), que difícilmente hubiera podido situarse en el tiempo difuso y sin perspectiva de los griegos y los romanos.

En realidad, eran los judíos los que esperaban la llegada de un hecho puntual y trascendente, una «venida», en su relación con el Dios eterno, y alguien dijo: el momento ya ha llegado, y a partir de este punto la historia adquiere toda su plenitud, y todo el tiempo posterior será una maduración progresiva hasta la segunda venida de Dios a la tierra. Cuando el Dios creador «descendito de coelo» y se encarna y se hace hombre, como dice el Credo, todo empieza de nuevo, y este momento se convierte en el punto central entre el inicio primero y la consumación final, entre un pasado y un futuro claramente definidos. Y esto, que obviamente no podía pensar ni un griego ni un romano (ni un hindú, un chino o un budista…), se ha convertido uno de los fundamentos de la manera «occidental» de ver el mundo: un fundamento tan sustancial como a menudo invisible y poco explícito. De ahí, de una manera o de otra, por vías muy curiosas, vienen también nuestros milenarismos varios (recuerden los «terrores del año 1000», y las fantasías alrededor del 2000…), los reinicios de la historia a partir de una revolución perfecta como las de 1789 o el 1917: ‘reset’, empecemos de cero. Y algunos abusos importantes de vocabulario: como que la palabra «apocalipsis», que originalmente significa descubrimiento o revelación (que en el evangelista Juan es revelación escatológica: sobre las cosas últimas y el final de los tiempos) haya pasado a ser, en el lenguaje más común, algo equivalente a hechos terribles y brutales, cataclismo o catástrofe última. Y que «cataclismo» y «catástrofe», a su vez, hayan adquirido un sentido de «destrucción» extensa o completa que no es en absoluto lo que tenían en su forma griega. «Katastrophe», por cierto, era más o menos el equivalente a «revolución»: ‘revolutio’ en latín, que en realidad significa un giro de la rueda (¿la «rueda del tiempo»?), que sería una imagen de origen griego y oriental inevitablemente asociada al final de un ciclo completo y el inicio de otro. Curiosidades, coincidencias, ¿o algo más? Continuaremos especulando otro día.

 

El paso del tiempo, el futuro, 2

Si todo esto del final del tiempo y del ‘apocalipis’ tiene algún origen y sentido, seguramente es porque lo que imaginaban los profetas judíos (sobre todo Isaías) o que «revela» san Juan en su libro, no está tan lejos de la visión cíclica y pesimista presente entre los babilonios y los persas, y en parte del pensamiento griego. En el sueño de Nabucodonosor, interpretado por el profeta Daniel, aparece la célebre imagen del gigante que tiene la cabeza de oro, el pecho de plata, el vientre de bronce, las piernas de hierro y los pies de barro… y la piedra milagrosa que golpea los pies y destroza el gigante. La imagen es, en el fondo, la misma de las cuatro edades de la humanidad (de oro, de plata, de bronce y de hierro) tal como aparece en ‘Los trabajos y los días’ de Hesíodo, y luego fue de uso general. La degradación de los metales expresa una visión de la evolución ( «involución» en realidad, pesimismo, como el que ahora empieza a extenderse: cualquier tiempo futuro será peor…) desde un tiempo primigenio feliz, sin dolor ni fatiga, hasta una edad contemporánea llena de violencia y de muerte. Y al final, en Isaías pero no en Hesíodo, la destrucción y el orden nuevo. Y aparecerá, paralelamente, la idea de los ciclos cósmicos y del eterno retorno, que encontró en la lengua griega el vocabulario que nos resulta más cercano: el camino «cíclico» o en forma de rueda (‘kúklos’), el «período «o recorrido circular de los planetas, el gran» año cósmico «a lo largo del cual se producirá el retorno o la restauración de las constelaciones y el «nuevo nacimiento» (‘palingenesia’) o re-producción de todos los seres y de todos los eventos: todo volverá a pasar, una y otra vez. Con todas estas alegorías, mitos y palabras, el tiempo judío y cristiano, progresivo, lineal y limitado, del alfa a la omega, no llegó a escaparse (en el vocabulario común y en el imaginario popular ) de las imágenes cíclicas y «catastrofistas», de la rueda y vuelta al origen, del eterno retorno, la edad de oro antigua y el futuro como decadencia y retroceso. No habla tanto del pensamiento sistemático, teológico o filosófico, como de la visión general, de las metáforas activas, de la poesía, de los usos del lenguaje que revelan el fondo de las imágenes que expresan: el «futuro» no como ascenso hacia la perfección y el progreso, o como preparación para el juicio y el final de los tiempos, sino como retorno a un tiempo primigenio o como catástrofe regresiva.

La primera visión del futuro (un futuro siempre lejano para la mayoría, pero para las sectas que cultivan expectativas inminentes) corresponde a la visión moderna o la visión cristiana, o a ambas juntas y combinadas: la humanidad avanza hacia una condición mejor, en este mundo o en el otro, o en ambos. La segunda visión, tan presente a pesar de todo, es la visión «antigua», premoderna y también precristiana: todo volverá atrás, inevitablemente, todo progreso es vacío y falso y se hundirá un día no muy remoto. Una película tan representativa como ‘2001, Odisea en el espacio’, es sobre todo una alegoría del gran ciclo de la historia humana: el futuro brillante, la expresión más avanzada del conocimiento y de la técnica, se resuelve en una «regresión «al estado embrionario y a los gestos violentos y a gritos inarticulados de los primeros homínidos. Pero es aún más significativa, tal vez, la abundancia de filmes que retratan un futuro, próximo o no muy distante, en que la humanidad simplemente ha regresado a una vida de violencia extrema y de barbarie, a sociedades más o menos orwellianas o simplemente bestiales: el futuro como retorno a, o caída en alguna forma de horror primitivo. El hecho, en cualquier caso, es que ahora, desde finales de nuestro siglo XX, y ya bien entrado el XXI, se vuelve a extender la percepción de un tiempo no lineal (no «tiempo de salvación» o de progresión hacia un futuro deseable y perfecto), sino cíclico y retro-spectivo, de mirar atrás. Como si, en la imaginación o en el proyecto, o en alguna forma de historia reciente, hubiéramos estado ‘ya’ en el futuro, y resultó que no era un buen lugar para vivir. Hubo proyectos de acercarnos a un «final de los tiempos» definitivamente cerrado y feliz: el milenio implacable del nazismo, el «paraíso» comunista, o la fe en una imprecisa «modernidad» como remedio eficaz de todos los males. Y los proyectos se resolvieron en el horror, la inhumanidad o la simple decepción. De tal manera que la única utopía positiva, sin tiempo ni lugar preciso, resulta ser la recuperación de los aspectos más aprovechables y humanos del tiempo pasado, o mejor dicho, recuperar un ideal de armonía y de «vida natural» que se supone que «antes» existía y que «ahora» hemos perdido. Un poco, tal vez, a la manera como pensaban los estoicos -y los epicureos- antiguos, pero de aquella gente tan clásica y antigua, ¿quién se acuerda?

EL TEMPS