Realidades indomables

Desde mi punto de vista, uno de los principales errores del análisis y la crítica política es querer reducirlo todo a una cuestión de voluntades individuales o de cálculo de las organizaciones. Quiero decir que los acontecimientos sociales, y muy particularmente los políticos, suelen ser resultado de unos mecanismos estructurales poco previsibles, que se desarrollan sin posibilidad de controlarlos y que se producen al margen de intencionalidades explícitas. Claro está que existe un cierto espacio para la toma de decisiones conscientes, pero la cuestión es saber qué peso tienen tales decisiones en el desarrollo total de los acontecimientos más relevantes.

Hay muchos ejemplos de lo que afirmo, pero me parece especialmente significativo lo que se produce en el terreno económico. A pesar de que los políticos –gobiernos y oposición– suelen atribuirse, respectivamente y alternativamente, los méritos o las culpas de los periodos de bonanza o de crisis económica, lo cierto es que apenas pueden aprovechar sus ventajas o limitar sus estragos. La complejidad de los flujos económicos, vinculados también a limitaciones materiales imponderables –climatológicas, de recursos naturales, de conflictos armados, etcétera–, hacen que nuestros gobiernos se comporten como los timoneles de pequeñas naves bajo grandes tormentas. Con la diferencia de que cuando la tormenta amaina, al timonel que ha evitado el naufragio nunca se le ocurriría decir que ha vuelto la calma gracias a su pericia.

Y si en el combate político entre gobiernos y oposición les resulta útil –ahora a los unos, ahora a los otros– atribuirse ridículamente el mérito de detener tormentas o encalmar los mares, a los analistas nos pasa lo mismo. Es mucho más agradecido explicar la tormenta o la calma como resultado de las heroicidades o de las incompetencias personales de un timonel que tener que dar cuenta de las lógicas meteorológicas a las que no se podrán atribuir intencionalidad ideológica ni, por lo tanto, bondades o maldades. Y en las ciencias sociales, tres cuartos de lo mismo. Contar películas de buenos y malos, de policías y ladrones, de amos y sirvientes, de poderosos y débiles, siempre tendrá más aplausos que explicar historias en las que la comprensión de los hechos ponga difícil el juicio moral.

Pierre Bourdieu alertaba del error que a menudo cometemos los sociólogos al confundir y transformar los mecanismos sociales en voluntades personales. O, en palabras de Robert K. Merton, es necesario tener en cuenta las consecuencias no esperadas de la acción social. Y, en términos de Karl Mannheim, no puede olvidarse que toda acción social también puede ser estudiada en un plano documental –además del objetivo y del expresivo–, es decir, no intencional e independiente de lo que creen sus agentes. Ignorar la existencia de tales lógicas sociales, independientes de la voluntad o de la intención, explica la aparición de teorías conspirativas, absolutamente ridículas, aunque eficaces en la lucha y la propaganda política.

Mi opinión es que todas estas consideraciones son necesarias para analizar todos los conflictos que, bien sea por su imprevisibilidad, por resultar incomprensibles desde los marcos conceptuales a los que estamos habituados o por desestabilizar nuestras expectativas, fuerzan la aparición de interpretaciones paranoicas. Consideremos el triunfo de Donald Trump, por ejemplo, y todos los exorcismos a que ha dado lugar para poder encajar las previsiones no cumplidas y conciliar los estereotipos ideológicos que teníamos de la sociedad norteamericana con la realidad de los resultados electorales. O tomemos el caso de las repetidas victorias en España del partido asediado por más casos de corrupción de toda la historia de la democracia, y de los retorcidos esfuerzos de análisis para explicarlos.

Y, claro está, observemos las historias que se han llegado a inventar para dar cuenta de un vuelco tan imprevisible, incomprensible y desestabilizador como ha sido la aparición en pocos años de una rotunda mayoría soberanista en Catalunya –la que quiere decidir su pertenencia o no a España–, y de la notable mayoría independentista que quiere emanciparse definitivamente. Quizás dentro de unos años nos reiremos ante tanto disparate, pero de momento es para llorar. Y que conste que me refiero tanto a las historias que pretenden condenar la nueva aspiración política de los catalanes como las utilizadas para enaltecerla. Pienso, por ejemplo, en aquellos personajes que han sido considerados líderes de un proceso al que se han visto obligados a servir y del que podrían considerarse incluso víctimas. O en aquellas patéticas teorías de un adoctrinamiento escolar o mediático que no resisten ninguna prueba objetiva. Y habría que explicar cómo las movilizaciones populares han superado la capacidad organizativa real de los que las convocaban, sin que nadie pueda atribuirse el único mérito.

Afortunadamente, muy buena parte de la realidad social y política resulta indomable, y la necesidad de sobreinterpretarla no hace otra cosa que ponerlo en evidencia.

LA VANGUARDIA