¿Cuál es su paisaje preferido?

¿Cuál es ese lugar que cuando lo contempla, cuando pasea, cuando vive, le hace sentirse bien con usted mismo, le da paz y le inyecta energía? Todos tenemos nuestros paisajes queridos y cotidianos, aquellos lugares en los que nos sentimos como en casa. Acostumbramos a tener varios, ¿verdad? Son perfectamente reales, físicos, al tiempo que subjetivos, porque están teñidos de nuestra mirada, de nuestra experiencia. Pueden estar asociados a lecturas, a amistades, a epifanías, a despedidas… Un mar de olivos aventado, un recluido y húmedo jardín romántico, la grandiosidad de un pico nevado, la calma de una llanura marina en invierno, nuestra cotidiana trama urbana contemplada desde el avión cuando volvemos a casa, aquel trozo de luna que vemos cada noche desde la ventana. ¡Paisajes!

Esta semana, Joan Nogué, director y fundador del Observatorio del Paisaje -por poco tiempo, porque en marzo deja el cargo-, ha ingresado en el Instituto de Estudios Catalanes con una conferencia en la que reivindica el paisaje como bien común, no desde la vieja contraposición entre lo público y lo privado, sino desde la suma ética entre lo objetivo -el paisaje como bien físico, casi siempre humanizado, con sus valores naturales o construidos- y lo que es subjetivo -el paisaje como percepción individual de una realidad colectiva, también con sus valores, en este caso culturales y psicológicos.

«La mitad de la belleza de un paisaje depende del mismo paisaje, y la otra mitad de quien lo contempla». El aforismo, citado por Joan Nogué, corresponde al filósofo y escritor chino Lin Yutang (1895-1976), uno de los principales introductores de la filosofía oriental en Occidente. Claro, tantas veces sentimos el deseo de fundirnos con el paisaje, de hacernos parte: nuestra mirada es entonces paisaje, lo olemos y lo escuchamos, lo pintamos, lo fotografiamos y lo escribimos, lo caminamos o lo sobrevolamos. «Esto es la alegría, ser un pájaro, cruzar / un cielo donde la tormenta dejó una paz intensa», escribía Màrius Torres. Estar en el paisaje y ser paisaje, en armonía.

Pero sólo es posible disfrutar la paz intensa del paisaje, de todo lo que nos rodea, cuando partimos de una paz interior, de un bienestar ético. Para estar bien con el mundo hay que estar bien con uno mismo. Si nuestra alma no es un lugar agradable, no encontraremos nuestro lugar en el paisaje del mundo, en un paisaje que es colectivo, de todos. Iremos, por decirlo al modo de Marc Augé, de un no-lugar aséptico y artificioso, sobrecargado de perfumes y de luz, a otro no-lugar sin identidad. No nos identificaremos con él. Tan sólo jugaremos con el paisaje como una ficción, como en una mera especulación sentimental, como si fuera una postal. Incluso puede que consumamos un paisaje convencionalmente bello, pero no lo haremos nuestro, intensamente nuestro.

El respeto por el paisaje, sea urbano o natural, pasa por esa capacidad de vivirlo, de sentirlo, de conocerlo, de compartirlo. El paisaje siempre es cultura y ética, es mío y de todos: siempre es un diálogo. La especulación con el paisaje es incultura e inmoralidad, es un monólogo. Una sociedad con un degradado paisaje moral produce un degradado paisaje físico: ciudades caóticas y grises, como campos de batalla, y entornos rurales contaminados, abandonados, requemados. Una sociedad así produce lo contrario de lo que quería Ildefons Cerdà, que aspiraba a ruralizar la ciudad (a aportarle naturaleza) y urbanizar el espacio rural (a aportarle progreso técnico). El paisaje del bien común que defiende Joan Nogué -y allí donde decimos paisaje pueden poner, si lo desean, pueblo, ciudad o país- es, de algún modo, una vuelta a este ideal cerdaniano, de fusión de naturaleza y cultura, del que todavía estamos muy lejos.