Revisitando la transición

De la larga tarde-noche del 23-F recuerdo una sensación física: a medida que pasaban las horas sentía como aumentaba una enorme carga sobre mi espalda. Era miedo, era la fatigosa sensación de volver al pasado. Y se alivió cuando de madrugada el Rey, con uniforme de capitán general, emitió un mensaje que todos quisimos interpretar como fracaso del golpe a pesar de una preocupante coletilla que no descartaba alguna forma de solución militar.

El pasado jueves, coincidiendo con el aniversario del golpe, se publicó el fax que, una hora después de su alocución, el Rey Juan Carlos envió a Milans del Bosch: “Confirmando la conversación telefónica que acabamos de tener te hago saber con toda claridad lo siguiente: Afirmo mi rotunda decisión de mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente. Después de este mensaje ya no puedo volverme atrás”. O sea que antes sí, se pudo volver atrás. Pasaron más de ocho horas entre el golpe y la decisión definitiva del monarca de colocarse en el lado constitucional.

Sirva esta anécdota histórica para reflexionar sobre la transición ahora que, con el régimen democrático desgastado por el paso del tiempo y por la reiterada negativa de PP y PSOE a renovarlo, está de moda señalar a la transición como nuestro pecado original. Sin duda, ha sido mitificada por la generación que la hizo, pero no es evidente que se hubiese podido hacer de manera radicalmente distinta.

Empecemos por lo obvio: Franco murió en la cama. No fue la resistencia la que se lo llevó por delante. La sociedad española funcionaba en parte a dos velocidades: a partir de los años 60, con un cierto desarrollo económico y con la entrada del turismo, amplios sectores urbanos se fueron modernizando lentamente, en sus modos de vida y costumbres. El régimen era como una superestructura paralela que se iba alejando de la sociedad, pero sin que en esta hubiera fuerzas capaces de romperla.

Al día siguiente de la muerte de Franco todo estaba en el aire. La transición nunca tuvo plan ni proyecto. Se hizo haciéndola, con mucha improvisación y con varios momentos al borde del abismo. Inicialmente, se impuso la inercia y el régimen, con Arias al frente, intentó resistir. Poco a poco se fue imponiendo la idea de que se debía avanzar hacia un régimen democrático. Con el nombramiento de Suárez, hombre más eficaz en el regate corto que en el plan de largo alcance, se confirmó el sentido tentativo de la transición.

Tres cosas fueron a mi entender determinantes. Primera: la guerra civil operó como un superego colectivo que fue eficaz para mantener el rumbo: nunca más repetir aquella tragedia, era probablemente la idea más compartida. Segunda: el Rey Juan Carlos fue asumiendo el papel de buen traidor tan necesario en una transición de este tipo: elegido por Franco, fue capaz de traicionar sus orígenes para que el franquismo sociológico se reconociera en el nuevo régimen. Alberto Oliart contaba que cuando citó a los altos mandos del ejército después del 23-F, algunos de ellos le expresaron su lealtad al Rey por orden de Franco. Tercera: había una enorme confusión sobre la evaluación real de las relaciones de fuerzas, el Ejército fue el gran espantajo que se utilizó cada vez que se quería frenar un proceso, porque, insisto, la dictadura no fue derrocada; se metamorfoseó, con el famoso harakiri de las Cortes franquistas, y el aparato de Estado permaneció intacto.

En resumen: se impuso una prioridad, que la democracia no volviera a ser efímera como fue siempre en la historia de España. No hubo ruptura, hubo mutación de régimen. Y esto obviamente suspendió la memoria, impidió la reforma a fondo del sistema institucional y garantizó la permanencia de hábitos y prácticas del pasado, algunas de las cuales han llegado hasta hoy. El único gesto realmente rupturista fue el retorno de Tarradellas, solitario punto de engarce con la legalidad republicana.

La transición realmente existente ha dado una democracia homologable marcada por vicios de origen —algunos de ellos crónicos— que siguen condicionando la política española. Por eso es imperativo reformar el régimen. Y la resistencia a hacerlo forma parte de estos vicios históricos. Pero el futuro de la democracia española se juega ahora y aquí, ya no en la transición.

EL PAÍS