Indefensión

En 1893 un joven abogado indio llamado Gandhi aceptó un trabajo en una empresa que tenía su sede en Natal, en la actual República de Sudáfrica. A pesar de la distancia geográfica, los dos territorios tenían en ese momento una cosa en común: formaban parte del inmenso Imperio Británico. No hay constancia documentada de que este abogado participara entonces en ningún tipo de actividad política relacionada con la independencia de su país de origen ni nada por el estilo. Al llegar a Natal, sin embargo, Gandhi se dio cuenta de que la justicia y la justicia colonial eran dos cosas diferentes. Es entonces cuando cayó del caballo. Había un axioma invisible y a la vez omnipresente que presidía cualquier argumentación jurídica: los límites de la equidad coincidían con los de los intereses políticos de la metrópoli.

Ese axioma lo condicionaba todo. Si un blanco le daba un par de tortazos a otro blanco, o si un negro robaba la gallina de otro negro, las sentencias solían ser argumentalmente impecables. Aquello no violentaba el axioma tácito, la premisa oculta y, a la vez, paradójicamente, por completo pública. Se podía ser exquisitamente ecuánime en algunos casos y, por ello, la gente confiaba en la justicia. Pasaba algo muy diferente si un blanco agredía un negro, o si un zulú se apropiaba del reloj de un inglés, o si un indio no le pagaba el alquiler a un bóer, y todas las permutaciones que se quieran imaginar entre blancos, negros, indios y -más adelante- también ‘coloureds’ (‘kleurlinge’, en afrikaans) o mestizos. El joven abogado Gandhi constató que en África del Sur de 1893 algunas personas estaban indefensas en determinadas circunstancias. No había que ser un gran observador para verlo, obviamente. Pero fue más allá. Se dio cuenta de que era un problema estructural. No tenía solución. Bueno, tenía una, pero era muy complicada: dejar atrás aquel sistema, lo que en aquel momento implicaba negar el axioma que lo presidía todo, Gran Premisa: la misma legitimidad del Imperio.

El artículo 24.1 de la Constitución española se refiere explícitamente a la figura de la indefensión jurídica, y subraya que no es admisible en ningún caso. Como toda idea de estas características, resulta a menudo subjetiva y, en consecuencia, interpretable en un sentido u otro. La situación que vivió Gandhi no es comparable, evidentemente, a la que una persona experimenta en una democracia parlamentaria incardinada en el seno de un estado de derecho. Esto no significa, en todo caso, que determinados hechos no puedan contribuir puntualmente a una sensación de indefensión. Soy de la opinión de que las decisiones judiciales deben respetarse, pero no he leído en ninguna parte que también tengan que sacralizar. Quiero decir que hay un cierto papanatismo, que muchas veces hace muga con el miedo, a la hora de verbalizar estas cosas.

En la querella que la Fiscalía ha interpuesto contra la mesa del Parlamento de Cataluña por el tema del referéndum (me ahorro los detalles, que seguro el lector conoce), exculpaba el diputado de ‘Cataluña Sí es Pot’ Joan Josep Nuet teniendo en cuenta que » no pretendía como los querellados incumplir los mandatos del TC, ni llevar adelante un proyecto político con total desprecio de la Constitución de 1978”. El mismo Nuet, indignado, hizo referencia a «una discriminación ideológica y una politización burda e intolerable». Es posible, muy posible. Sin embargo, suponemos que no hubo discriminación ni politización. Entonces la sensación de indefensión todavía aumenta. Cuando en un argumento jurídico aparece un juicio de intenciones de estas dimensiones, tan exagerado que parece un ejemplo para ilustrar esta vieja falacia, uno se siente indefenso, y creo que con razón. Los magistrados que, partiendo de eventos pasados, son capaces de adivinar el futuro pueden acabar tomando decisiones injustas. Es entonces cuando existe el derecho a no acatar determinados escritos, precisamente porque no son sentencias.

Una sentencia judicial es un texto argumentado en el que las falacias, por definición, no tienen cabida. Ciertamente, es discutible o interpretable si una sentencia es o no es ideológica, o está o no está politizada. Las falacias, en cambio, están tipificadas con cierta claridad. Su uso, en el mejor de los casos, invalida el argumento. En el peor, es decir, cuando se trata de un recurso retórico malintencionado, permite hablar de indefensión exactamente como la define el artículo 24.1 de la Constitución. Sí, justamente de esa Constitución del 78 que, supuestamente, algunos tratan «con total desprecio». Aquella que Aznar no votó, para entendernos.

ARA