Excepcionalidad y síntoma

Un acto de vandalismo, una agresión sexual, un suicidio, un crimen, ¿son siempre la expresión visible de un problema social soterrado? La pregunta tiene sentido porque es muy habitual que se utilice un hecho excepcional para convertirlo en síntoma de una realidad supuestamente oculta o en curso de manifestarse. Un tipo de respuesta que sobre todo se produce cuando el hecho imprevisto es considerado socialmente negativo, y no al contrario. Un atentado a la moral compartida, una conducta antisocial, un crimen execrable, fácilmente los convertimos en la supuesta expresión visible de una profunda crisis de valores, en la manifestación de una sociedad abocada a la disolución de los vínculos de solidaridad o en la prueba indiscutible de una silenciosa patología social.

Hace mucho que estamos tan poco dispuestos a aceptar lo que no encaja con nuestras expectativas. De modo que ante el imprevisto intentamos exorcizar lo que no se ajusta a nuestro mundo dado por supuesto. Y una manera de espantar el mal cuando no se puede negar su existencia es domesticarlo, convirtiéndolo en expresión de una conspiración o deriva social que atribuimos a todo aquello que nuestro imaginario considera negativo: la dimisión parental y la falta de educación cívica; la competitividad despiadada y el consumismo desatado; la falta de cultura democrática y la demagogia populista; la sociedad líquida y la pérdida del sentido religioso de la vida; el neoliberalismo, el patriarcalismo y el sistema en general… o cualquiera de nuestros grandes enemigos ideológicos.

También ayuda algo tan sabido como sistemáticamente olvidado: que el fundamento de la noticia es la ruptura de la normalidad. Precisamente, la excepción. El ejemplo típico y tópico es aquel que dice que noticia no es que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro. Pero sin llegar a este extremo, es cierto que es noticia que, en un marco político de esperables conductas honestas, se descubran casos de corrupción. O que individuos que han sido socializados en entornos familiarmente estables, institucionalmente respetados y socialmente bien integrados, acaben teniendo un comportamiento criminal imprevisto. Y es entonces cuando acabamos confundiendo lo que es noticia con lo que se supone que es la manifestación de una normalidad social oculta.

La pregunta difícil de responder es cuándo un hecho excepcional delata la punta de un iceberg que esconde una grave realidad de dimensiones considerables, o cuándo es simplemente eso: una excepción cuya gravedad sólo se explica porque no encaja con lo que estaba previsto. Pero, aunque sea una cuestión problemática, es relevante que se responda por una razón fundamental. Se trata de evitar que, con el recurso a falsos alarmismos, la excepcionalidad sea utilizada para imponer discursos moralizantes. Y ello, tanto si son moralismos reaccionarios como moralismos progresistas. Recurrir a un crimen pasional, en un ataque de locura, en una explosión de odio para defender la imposición de nuestros principios ideológicos o de nuestras convicciones morales, además de poco honesto, terminará volviéndose en nuestra contra tanto desde el punto de vista de la consistencia argumental como, sobre todo, de la eficacia práctica.

No niego en absoluto que haya hechos excepcionales que pueden avanzar síntomas de patologías sociales. Y hay que poder advertir y reconocerlos como tales por no hacer como aquellas medicinas que, en lugar de atender la enfermedad, se contentan con hacer desaparecer el síntoma. Pero es igualmente importante no aprovechar los dramas personales y sociales para, a través de la amenaza y el miedo, querer moralizar -es decir, disciplinar- a la población. La excepción, lo imprevisto, la catástrofe natural, la locura, la desesperación, el accidente, existen. Y aunque sea inquietante, hay que admitir que a menudo escapan de la posibilidad de ser predichos y de explicar su causa.

ARA